jueves, 16 de marzo de 2017

Soy responsable del mundo que veo. Héctor D'Alessandro



Somos responsables del mundo que vemos

Soy responsable de lo que veo.
Elijo los sentimientos que experimento y decido el objetivo que quiero alcanzar.
Y todo lo que parece sucederme yo mismo lo he pedido, y se me concede tal como lo pedí.

En 1999 toqué fondo; el mundo que vivía era insoportable, aunque intelectualmente podía intentar (sólo intentar) convencerme de que todo era una realidad creada por la percepción y que el conjunto de los datos de la experiencia no eran otra cosa que la resultante de un acuerdo entre mi aparato psíquico y el de mis contemporáneos para mantener la realidad en su sitio, internamente estaba destrozado, los días que no deseaba realmente morir, los pasaba tumbado en la cama o en el sofá con la cabeza dando vueltas sin sentido hasta llegar a desesperarme. Al rato, este estado cedía su lugar a una ligera renovación de la energía que me motivaba lo suficiente como para salir a la calle e ir en busca de la compañía de mis amigos o socios de siempre y pasar la tarde juntos, a veces dándole vueltas al mismo asunto. En otras ocasiones la desesperación era tal que empezaba a alimentar en mi cerebro un discurso según el cual tenía que cambiar de vida y circunstancias una vez más en mi vida: todo se lo atribuía al entorno. Ambiente que ya había cambiado hacia siete años, yéndome de Uruguay, mi país natal, a vivir a Barcelona, en España, donde sentía que había algunas claves que pudieran sacarme de mi mundo alternativamente anodino o dramático. Cuando daba paso a una cierta serenidad, comenzaba a reflexionar y tomaba conciencia de que no era el ambiente, lo mismo que tampoco eran los otros, los causantes de mis males, sino que había algo dentro de mí que debía ser cambiado y que el único responsable, que podía emprender aquella tarea, era yo mismo; pero no sabía qué hacer, a dónde ir para encontrar las herramientas que me resultaran necesarias en tal tarea ni tampoco conocía a qué maestros, a cuáles profesionales dirigirme. Mientras todo esto sucedía, me informaba; si de algo jamás estuve ayuno, fue de información, libros y libros caían por docenas cada mes abatidos por mis implacables lecturas. Pero no eran los datos los que me podían calmar, eso ya lo sabía yo, y tampoco el tipo de teoría que utilizara para mejorarme, porque ya había hecho varios años de trabajo terapéutico personal y había comenzado a trabajar como facilitador. Sin embargo, algo me faltaba, la capacidad de conectarme a mí mismo de un modo estable y sobrevivir, aunque más no fuera, a las oleadas y ventarrones de un cataclismo emocional que año tras año caía en temporada y fuera de ella, sobre mi vulnerable y al mismo tiempo indómita persona.
Pero aquel año fue decisivo, cumplía treinta y seis años, la edad a la que había muerto mi único hermano, de un cáncer bastante agresivo, y el miedo a la muerte me mostraba en los escenarios de mi mente toda la parafernalia de efectos especiales con que solemos aterrarnos a nosotros mismos.
Aquel año comencé a tomar sesiones de “rebirthing” en Barcelona con una gran maestra y también me anoté en una formación en Madrid con el maestro que definitivamente me ayudaría a cambiar la totalidad de mi vida. Siempre estaré agradecido a aquel encuentro. Pasé mi cumpleaños en un taller en el hotel de Sants con Bob Mandel, creía que aquel lugar y mi opción por estar allí y hacer algo diferente en esa fecha, tal como hacerse a sí mismo un regalo de crecimiento y desarrollo personal, era lo mejor que podía hacer para mantenerme de este lado de la vida.
Comencé, en ese entonces, a prepararme como “renacedor”; la primera técnica con la que pude gozar de toda la profundidad de sus beneficios, debido quizás a que ya había recorrido un buen tiempo por otros andariveles: vipassana, meditación trascendental, análisis transaccional, recuperación del niño interior, osteopatía, práctica del tai chi, programación neurolingüística, antigimnasia. Muchas veces confundimos la última técnica practicada con la mejor; no es así, todo lo anterior nos ha estado preparando para este salto cuántico de incomparable eficacia y profundidad.
En el curso de rebirthing, Adolfo Domínguez, un maestro con una capacidad inaudita para activar todo lo que estaba aún dormido en ti, no parábamos de leer continuamente “Un Curso de Milagros”. Nuestra práctica no era de lectura pasiva ni de comentarios, evidentemente; era una preparación neurofisiológica en grupo para recibir la información del curso, a veces bajo la forma de una sola frase durante una hora de trabajo, pero esa única frase producía al entrar directamente en el fondo de nuestro ser y de nuestra experiencia personal con la fuerza de un sismo, un impacto lo suficientemente fuerte como para conmover los cimientos de nuestra existencia.
Esta frase: “Somos responsables de lo que vemos”, “Soy responsable de lo que veo”, repetida a lo largo del curso de muy diferentes maneras, es probablemente parte de “lo poco  que se te pide que aprendas en este curso” y como el mismo curso de milagros dice: “es tan simple que es imposible que no se entienda perfectamente”. “Es lo único que tienes que hacer para que se te conceda la visión, la felicidad, la liberación del dolor y el escape del pecado. Di únicamente esto, pero dilo de todo corazón y sin reservas, pues en ello radica el poder de la salvación”:

Soy responsable de lo que veo.
Elijo los sentimientos que experimento y decido el objetivo que quiero alcanzar.
Y todo lo que parece sucederme, yo mismo lo he pedido, y se me concede tal como lo pedí.

Ahora me quedaba claro, luego de trabajar y trabajar durante años con el propósito de descubrir cómo se hace para cambiar el corazón de los seres humanos, cómo se hace para propiciar el cambio que todas las personas dicen desear (aunque luego acaban demostrando que no están dispuestas a trabajar para lograrlo), cómo se hace para que, en medio del torbellino de los problemas inherentes a la experiencia humana, se pueda mantener la paz y manejar esos mismos asuntos con solvencia, elegancia, sobriedad y eficacia.
Aquello de que, cuando el alumno está preparado, el maestro aparece, se me mostraba, por primera vez en mi vida, como una realidad incontestable; no se trataba de una idea, no era una imaginación dentro de mi cabeza a la cual pudiera recurrir para expresar una frase interesante en medio de una conversación social y vacía. Era una emoción al mismo tiempo envolvente y agitada y también, aunque parezca paradójico, pacífica; podía incluso jugar a pasar por mi mente una vez más toda la película de mi pasado y no ceder a la costumbre de llorar y lamentarme o llegar a odiarme a mí mismo por cosas que aún seguía demandando una parte de mi ser a otra parte, herida, de mi ser.
Soy responsable de lo que veo, soy responsable de lo que veo, soy responsable de lo que veo, repetía sintiéndome cada vez más y más feliz. Claro, evidente, pero como no me di cuenta antes. No se trata de que yo construya esas percepciones, y estas, de un modo mágico, me atrapen a mí mismo y me mantengan encarcelado en una suerte de mentalidad o ideología personal nefasta. Yo soy el responsable del mundo que veo. Tengo la capacidad de hacerme responsable, de volver a tomar el mando de mi vida que, durante años, dejé librado al acaso de lo que mi mente aquella mañana luminosa o aquella triste noche quisiera determinar para mí. Recuerdo que en mi gráfico lenguaje escatológico, cuando el maestro nos preguntó qué cambios notábamos en nosotros mismos, declaré: he descubierto algo que es al mismo tiempo doloroso y muy poderoso: ahora cada vez que vea mierda en mi vida, ya no podré decir esta mierda no es mía. Había salido al fin de la inocencia psicológica, esa irresponsabilidad total de un mundo con víctimas y victimarios donde las primeras son buenas y las segundas son malas, sin matices. Aunque intelectualmente había comprendido esto desde hacía muchos años, ahora era una experiencia en mí, era una experiencia resultante de muchos miles de horas de práctica continuada de centrar mi mente y ahora la había acabado de centrar con unos contenidos que eran lo más adecuados para mí.
Volví a entrar en diferentes experiencias consideradas por mí como negativas en mi vida pasada y decidí ver en qué modo yo era responsable de la creación, no del evento, sino de la percepción de aquel evento. Comprendí algo que se me hacía hasta entonces extraño: cómo, en el año 1985, cuando yo aún vivía en el Uruguay, al salir de la cárcel, los presos políticos, menos airados que los parientes que los aguardaban afuera, podían estrechar la mano de aquellas personas que los habían torturado durante trece años y decirles “sin rencor”, mientras se daban mutuamente una palmada de reconocimiento mutua sobre el hombro. El odio y la indignación, sin embargo, parecían acrecentados en todos aquellos que no habían sufrido aquellos destinos tan difíciles, todos los que estábamos fuera. Se sumaba para todos los que no habían sido castigados directamente por la dictadura, la culpa por no haber sido castigados. He constatado luego que muchos hijos de detenidos y de torturadores heredaron esa culpa y acabaron suicidándose. El dolor, igual que el amor, atraviesa las fronteras mentales que los humanos podamos interponer.
Luego la justicia tendría muchas dificultades y presiones deshonestas a la hora de castigar a aquellos que violaron, aprovechándose de la impunidad que les proveía un estado de raíces totalitarias; en la mayor parte de los casos fue bloqueada para que no interviniera. Esta dimensión reparatoria sigue abierta como una herida y la sociedad, algún día, verá cumplirse sus resultados. Lo que me interesa en este artículo es la dimensión humana, personal; cómo esas personas que tanto sufrieron, pudieron superarse a sí mismas y conducir su cerebro y sus capacidades a un lugar de paz y de eficacia, decidiendo continuar con la tarea de cada día y darse el permiso para hacerse responsable de lo que veían. Una vez más, acudió en su ayuda la dimensión de los valores superiores. Algunos decidieron verse en un contexto en el cual todos fueron responsables o co-creadores de una realidad compartida, aunque esta fuera de conflicto. Decidieron verse como participantes convencidos de que ciertos valores eran superiores y que por ellos valía la pena luchar y dar la vida incluso. Ampliaron su campo de percepción.
Para mí, aún en la lejanía, era importante comprende todo eso que había sucedido, para comprenderme a mí mismo; todos pertenecemos a un sistema, queramos o no, todos somos miembros de la filiación.
En la filiación no puedo enajenarme y decidir que lo que veo sea diferente de lo que pedí. Cuando miro a las hormigas con el telescopio, no puedo pedirle a este instrumento que me permita ver como lo haría con un microscopio. No puedo recriminar a la naturaleza de las hormigas porque no las veo como yo deseo hacerlo.
Yo soy responsable entonces de no enojarme con el banco por un préstamo impagable que yo mismo pedí haciendo oídos sordos a lo que mi conciencia me decía sobre que no podría pagar. Puedo, en cambio, analizar el sistema de decisión interno que me llevó a tomar esa decisión, para no volver a caer en la misma trampa; las empresas trabajan día y noche en el análisis de las posibilidades que ofrece nuestro infantilismo para mantenernos atrapados en una red eterna de endeudamiento. Pero yo puedo decidir no entrar en ese juego.
No puedo enojarme conmigo mismo, no es agradable hacerlo, por haberme comprado una prenda de ropa carísima y quejarme por su corta duración; esto ya me ha pasado otras veces y sé que eso va a volver a suceder. No puedo iniciar un movimiento de protesta armado y desear que las fuerzas de seguridad del estado me traten con delicadeza, ya sé a qué me estoy arriesgando, y me hago responsable de mis resultados. No puedo casarme cinco veces y decir que cada uno de los divorcios fue un fracaso y que no encuentro al amor de mi vida; eso es infantil por completo, algo de bueno tiene que haber sucedido en cada una de esas relaciones, debo hacerme responsable de mis malos resultados y de mis buenos resultados, si descarto los primeros estoy descartando los segundos, estoy lanzando al bebé por el desagüe junto con el agua de la tina. El niño interior herido que llevo dentro tiene la peculiaridad de que hace, de un problema, una catástrofe; ese es su modo de actuar. Y en muchas ocasiones, cuando en los grupos terapéuticos se habla del famoso “ego” que nos domina y que “está totalmente demente”, según el Curso de Milagros, muchas veces se está hablando de una dimensión de nuestro ser que es el famoso “niño interior”; ese niño interior que continúa llorando. Es a mí mismo, a quien debo observar con responsabilidad; generando una nueva respuesta más hábil en mi interior para manejar la vida en la filiación.
Ese socio está enojado conmigo, pero de alguna manera el cincuenta por ciento de la responsabilidad es mía, aunque el niño interior llamado ego venga a decirme que no, que soy totalmente inocente, que esa persona es la peor de las personas posibles y que tengo todo el derecho a resarcirme mediante algún tipo de ataque o venganza. Seguramente tengo muchas cosas que agradecerle a ese socio, incluido este mal momento que ambos estamos atravesando. Y si decidiera, aún en contra de la voluntad absolutista de mi ego, sentarme a hacer un listado de las cosas que hemos hecho juntos, acabaría dándome cuenta de que, en el contexto mayor de la totalidad de la vida, eso no es lo más importante que me ha sucedido pero me ha enseñado muchísimas cosas significativas. Sobre los seres humanos y sobre mí mismo.
Pasé muchísimas horas de mi vida, mientras trabajaba, escribiendo listados inacabables de tesoros que me habían regalado, a veces sin saberlo, las personas con las que más enemistado me encontraba. Luchando contra mis más enconados rencores, pude ver bajo una luz amistosa y agradable todos los momentos de éxito, de cariño compartido que había vivido con cada una de esas personas y como si el universo se confabulara para enviar una onda mensajera, a veces me los encontraba en la calle, en el metro, en el tren camino a Vallvidrera, en Barcelona y podía hablar con ellos en calma, a veces para decirles sinceramente que lo que había sucedido era una puta mierda y una indignidad pero que no guardaba ningún rencor y que decidía quedarme con lo bueno de todo lo que había sucedido. Incluso me llamaban por teléfono personas de Uruguay con las que no habíamos completado el circulo de nuestra relación en una despedida definida y limpia, para sanar esas áreas de nuestras vidas.
Enconado en ver en un pariente todo el mal que de esa persona procedía, inicié el tratamiento de verlo de otro modo y reconocer cuánto dolor aún guardaba de aquella relación y de aquellas situaciones y me pude ver a mí mismo recordando todo el período en el cual el cariño y el respeto mutuo aún fluía a raudales. Y mi musculo pericardio se sintió tremendamente aliviado. Mi corazón había roto un dique de contención por donde comenzó a manar de nuevo cierta naturalidad para amar.    
A veces incluso me llamaban por teléfono amigos y amigas desde distintos puntos del planeta, donde ahora vivían, para cerrar algún ciclo abierto y me encontraba en la mejor disposición para hacerlo; a veces, alguna persona llamaba para reafirmarse en que tenía razón y en que todo había sucedido tal y como ellas lo decían, pero eso no me afectaba; no tenía ganas de discutir por la más lábil de las pretensiones en la filiación: la legitimidad de mi interpretación.
Empecé a elegir qué sentimientos experimentar y si estos estaban de acuerdo en cada momento con mis propósitos superiores, entonces comenzó una acción imparable de descarte. 
¿Esto colabora en la realización de mis propósitos superiores? ¿Esto no lo hace? Comenzaron entonces a alejarse de mi vida personas que me encontraban “raro”; pero a cambio comenzaron a acercarse a mi vida otras personas que sí tenían propósitos similares a los míos. Podía dolerme por las pérdidas y no ver los beneficios; como antes hacía en modo automático. Pero decidí celebrar una bienvenida a todo lo que llegaba y despedir con fluidez lo que se marchaba.
Empecé a buscar cómo era que aún continuaba logrando que algo desagradable llegara a mi vida y mediante qué mecanismos yo mismo lo había pedido. Descubrí el arte de hacer la “lista de la compra”. Esa lista que haces antes de ir al supermercado y que te guía mientras estás dentro del establecimiento, para llevar exactamente lo que habías ido a buscar y no aquello que, ubicado estratégicamente, la empresa decidió que contra tu voluntad debías llevarte. En la experiencia de la filiación sucede lo mismo: en la cara “A” de la lista tengo escrito lo que realmente afirmo desear, pero la cara “B”, que he decidido no mirar, me va a atraer, como un imán, todo aquello que escandalizado afirmo no desear. A lo que te resistes, persiste.
“No te engañes por más tiempo pensando que eres impotente ante lo que se te hace. Reconoce únicamente que estabas equivocado, y todos los efectos de tus errores desaparecerán”. (UCM)
El milagro es una “rectificación” una corrección de tu percepción, así lo define el mismo Curso de Milagros.
Esta rectificación es similar a la que se produce en una constelación familiar; alguien se consideraba totalmente inocente de algo que produciendo gran dolor se dio en su familia, pero en el sistema familiar igual que en la filiación, todos somos uno, todos estamos hermanados y estamos para colaborar en la sanación de los otros en comunidad. Yo no me sano solo, mis hermanos se sanan conmigo. Esa persona que se considera inocente, que quiere a toda costa ser inocente, se priva del mal en su vida, pero se priva también de todas las bondades de la existencia. En la vida hay que mojarse, asumir incluso un destino difícil, y un modo valiente es cambiar la percepción, una tarea que es tan cotidiana, monótona y repetitiva, como todos los otros aprendizajes que hemos realizado. Pero ese primer paso para realizar un cambio de alcances imponderables, puede ser tan sencillo como afirmar, aquí y ahora, de todo corazón, teniendo en mente todo aquello que aún te causa dolor:
  “Soy responsable de lo que veo”.

Héctor D’Alessandro
15 de marzo, Xalapa, Veracruz
Un Curso de Milagros.
Taller todos los jueves de 6 a 8 PM. En Xalapeños Ilustres 88
Escuela Internacional de Coaching de Xalapa
Col. Centro Xalapa. Contacta con nosotros al 2281 78 07 00 o al 2281 82 88 84.
En el taller que realizamos todos los jueves, conectamos el trabajo psicofísico con el Curso e Milagros a nuestra realidad inmediata y cotidiana.
Puedes integrarte al curso en el momento que quieras.

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