Somos responsables del mundo que
vemos
Soy responsable de lo que veo.
Elijo los sentimientos que experimento y decido el objetivo que quiero
alcanzar.
Y todo lo que parece sucederme yo mismo lo he pedido, y se me concede
tal como lo pedí.
En 1999 toqué fondo; el mundo que vivía era insoportable,
aunque intelectualmente podía intentar (sólo intentar) convencerme de que todo
era una realidad creada por la percepción y que el conjunto de los datos de la
experiencia no eran otra cosa que la resultante de un acuerdo entre mi aparato
psíquico y el de mis contemporáneos para mantener la realidad en su sitio,
internamente estaba destrozado, los días que no deseaba realmente morir, los
pasaba tumbado en la cama o en el sofá con la cabeza dando vueltas sin sentido
hasta llegar a desesperarme. Al rato, este estado cedía su lugar a una ligera
renovación de la energía que me motivaba lo suficiente como para salir a la
calle e ir en busca de la compañía de mis amigos o socios de siempre y pasar la
tarde juntos, a veces dándole vueltas al mismo asunto. En otras ocasiones la
desesperación era tal que empezaba a alimentar en mi cerebro un discurso según
el cual tenía que cambiar de vida y circunstancias una vez más en mi vida: todo
se lo atribuía al entorno. Ambiente que ya había cambiado hacia siete años,
yéndome de Uruguay, mi país natal, a vivir a Barcelona, en España, donde sentía
que había algunas claves que pudieran sacarme de mi mundo alternativamente
anodino o dramático. Cuando daba paso a una cierta serenidad, comenzaba a
reflexionar y tomaba conciencia de que no era el ambiente, lo mismo que tampoco
eran los otros, los causantes de mis males, sino que había algo dentro de mí
que debía ser cambiado y que el único responsable, que podía emprender aquella
tarea, era yo mismo; pero no sabía qué hacer, a dónde ir para encontrar las
herramientas que me resultaran necesarias en tal tarea ni tampoco conocía a qué
maestros, a cuáles profesionales dirigirme. Mientras todo esto sucedía, me
informaba; si de algo jamás estuve ayuno, fue de información, libros y libros
caían por docenas cada mes abatidos por mis implacables lecturas. Pero no eran
los datos los que me podían calmar, eso ya lo sabía yo, y tampoco el tipo de
teoría que utilizara para mejorarme, porque ya había hecho varios años de
trabajo terapéutico personal y había comenzado a trabajar como facilitador. Sin
embargo, algo me faltaba, la capacidad de conectarme a mí mismo de un modo
estable y sobrevivir, aunque más no fuera, a las oleadas y ventarrones de un
cataclismo emocional que año tras año caía en temporada y fuera de ella, sobre
mi vulnerable y al mismo tiempo indómita persona.
Pero aquel año fue decisivo, cumplía treinta y seis años, la
edad a la que había muerto mi único hermano, de un cáncer bastante agresivo, y
el miedo a la muerte me mostraba en los escenarios de mi mente toda la
parafernalia de efectos especiales con que solemos aterrarnos a nosotros
mismos.
Aquel año comencé a tomar sesiones de “rebirthing” en
Barcelona con una gran maestra y también me anoté en una formación en Madrid
con el maestro que definitivamente me ayudaría a cambiar la totalidad de mi
vida. Siempre estaré agradecido a aquel encuentro. Pasé mi cumpleaños en un
taller en el hotel de Sants con Bob Mandel, creía que aquel lugar y mi opción
por estar allí y hacer algo diferente en esa fecha, tal como hacerse a sí mismo
un regalo de crecimiento y desarrollo personal, era lo mejor que podía hacer
para mantenerme de este lado de la vida.
Comencé, en ese entonces, a prepararme como “renacedor”; la primera
técnica con la que pude gozar de toda la profundidad de sus beneficios, debido
quizás a que ya había recorrido un buen tiempo por otros andariveles:
vipassana, meditación trascendental, análisis transaccional, recuperación del
niño interior, osteopatía, práctica del tai chi, programación neurolingüística,
antigimnasia. Muchas veces confundimos la última técnica practicada con la
mejor; no es así, todo lo anterior nos ha estado preparando para este salto
cuántico de incomparable eficacia y profundidad.
En el curso de rebirthing, Adolfo Domínguez, un maestro con
una capacidad inaudita para activar todo lo que estaba aún dormido en ti, no
parábamos de leer continuamente “Un Curso de Milagros”. Nuestra práctica no era
de lectura pasiva ni de comentarios, evidentemente; era una preparación
neurofisiológica en grupo para recibir la información del curso, a veces bajo
la forma de una sola frase durante una hora de trabajo, pero esa única frase
producía al entrar directamente en el fondo de nuestro ser y de nuestra experiencia
personal con la fuerza de un sismo, un impacto lo suficientemente fuerte como para conmover
los cimientos de nuestra existencia.
Esta frase: “Somos responsables de lo que vemos”, “Soy
responsable de lo que veo”, repetida a lo largo del curso de muy diferentes maneras,
es probablemente parte de “lo poco que
se te pide que aprendas en este curso” y como el mismo curso de milagros dice:
“es tan simple que es imposible que no se entienda perfectamente”. “Es lo único
que tienes que hacer para que se te conceda la visión, la felicidad, la
liberación del dolor y el escape del pecado. Di únicamente esto, pero dilo de
todo corazón y sin reservas, pues en ello radica el poder de la salvación”:
Soy responsable de lo que veo.
Elijo los sentimientos que experimento y decido el objetivo que quiero
alcanzar.
Y todo lo que parece sucederme, yo mismo lo he pedido, y se me concede
tal como lo pedí.
Ahora me quedaba claro, luego de trabajar y trabajar durante
años con el propósito de descubrir cómo se hace para cambiar el corazón de los
seres humanos, cómo se hace para propiciar el cambio que todas las personas
dicen desear (aunque luego acaban demostrando que no están dispuestas a trabajar para lograrlo), cómo se
hace para que, en medio del torbellino de los problemas inherentes a la
experiencia humana, se pueda mantener la paz y manejar esos mismos asuntos con
solvencia, elegancia, sobriedad y eficacia.
Aquello de que, cuando el alumno está preparado, el maestro
aparece, se me mostraba, por primera vez en mi vida, como una realidad
incontestable; no se trataba de una idea, no era una imaginación dentro de mi
cabeza a la cual pudiera recurrir para expresar una frase interesante en medio de
una conversación social y vacía. Era una emoción al mismo tiempo envolvente y
agitada y también, aunque parezca paradójico, pacífica; podía incluso jugar a pasar por mi mente una vez
más toda la película de mi pasado y no ceder a la costumbre de llorar y
lamentarme o llegar a odiarme a mí mismo por cosas que aún seguía demandando una parte de mi ser a otra parte, herida, de mi ser.
Soy responsable de lo que veo, soy responsable de lo que veo,
soy responsable de lo que veo, repetía sintiéndome cada vez más y más feliz.
Claro, evidente, pero como no me di cuenta antes. No se trata de que yo
construya esas percepciones, y estas, de un modo mágico, me atrapen a mí mismo
y me mantengan encarcelado en una suerte de mentalidad o ideología personal
nefasta. Yo soy el responsable del mundo que veo. Tengo la capacidad de hacerme
responsable, de volver a tomar el mando de mi vida que, durante años, dejé
librado al acaso de lo que mi mente aquella mañana luminosa o aquella triste noche
quisiera determinar para mí. Recuerdo que en mi gráfico lenguaje escatológico,
cuando el maestro nos preguntó qué cambios notábamos en nosotros mismos,
declaré: he descubierto algo que es al mismo tiempo doloroso y muy poderoso:
ahora cada vez que vea mierda en mi vida, ya no podré decir esta mierda no es
mía. Había salido al fin de la inocencia psicológica, esa irresponsabilidad
total de un mundo con víctimas y victimarios donde las primeras son buenas y
las segundas son malas, sin matices. Aunque intelectualmente había comprendido
esto desde hacía muchos años, ahora era una experiencia en mí, era una
experiencia resultante de muchos miles de horas de práctica continuada de
centrar mi mente y ahora la había acabado de centrar con unos contenidos que
eran lo más adecuados para mí.
Volví a entrar en diferentes experiencias consideradas por
mí como negativas en mi vida pasada y decidí ver en qué modo yo era responsable
de la creación, no del evento, sino de la percepción de aquel evento. Comprendí
algo que se me hacía hasta entonces extraño: cómo, en el año 1985, cuando yo
aún vivía en el Uruguay, al salir de la cárcel, los presos políticos, menos
airados que los parientes que los aguardaban afuera, podían estrechar la mano
de aquellas personas que los habían torturado durante trece años y decirles
“sin rencor”, mientras se daban mutuamente una palmada de reconocimiento mutua
sobre el hombro. El odio y la indignación, sin embargo, parecían acrecentados
en todos aquellos que no habían sufrido aquellos destinos tan difíciles, todos
los que estábamos fuera. Se sumaba para todos los que no habían sido castigados
directamente por la dictadura, la culpa por no haber sido castigados. He
constatado luego que muchos hijos de detenidos y de torturadores heredaron esa
culpa y acabaron suicidándose. El dolor, igual que el amor, atraviesa las
fronteras mentales que los humanos podamos interponer.
Luego la justicia tendría muchas dificultades y presiones
deshonestas a la hora de castigar a aquellos que violaron, aprovechándose de la
impunidad que les proveía un estado de raíces totalitarias; en la mayor parte
de los casos fue bloqueada para que no interviniera. Esta dimensión reparatoria
sigue abierta como una herida y la sociedad, algún día, verá cumplirse sus resultados. Lo
que me interesa en este artículo es la dimensión humana, personal; cómo esas
personas que tanto sufrieron, pudieron superarse a sí mismas y conducir su
cerebro y sus capacidades a un lugar de paz y de eficacia, decidiendo continuar
con la tarea de cada día y darse el permiso para hacerse responsable de lo que
veían. Una vez más, acudió en su ayuda la dimensión de los valores superiores.
Algunos decidieron verse en un contexto en el cual todos fueron responsables o
co-creadores de una realidad compartida, aunque esta fuera de conflicto.
Decidieron verse como participantes convencidos de que ciertos valores eran
superiores y que por ellos valía la pena luchar y dar la vida incluso.
Ampliaron su campo de percepción.
Para mí, aún en la lejanía, era importante comprende todo
eso que había sucedido, para comprenderme a mí mismo; todos pertenecemos a un
sistema, queramos o no, todos somos miembros de la filiación.
En la filiación no puedo enajenarme y decidir que lo que veo
sea diferente de lo que pedí. Cuando miro a las hormigas con el telescopio, no
puedo pedirle a este instrumento que me permita ver como lo haría con un
microscopio. No puedo recriminar a la naturaleza de las hormigas porque no las
veo como yo deseo hacerlo.
Yo soy responsable entonces de no enojarme con el banco por
un préstamo impagable que yo mismo pedí haciendo oídos sordos a lo que mi
conciencia me decía sobre que no podría pagar. Puedo, en cambio, analizar el
sistema de decisión interno que me llevó a tomar esa decisión, para no volver a
caer en la misma trampa; las empresas trabajan día y noche en el análisis de
las posibilidades que ofrece nuestro infantilismo para mantenernos atrapados en
una red eterna de endeudamiento. Pero yo puedo decidir no entrar en ese juego.
No puedo enojarme conmigo mismo, no es agradable hacerlo,
por haberme comprado una prenda de ropa carísima y quejarme por su corta
duración; esto ya me ha pasado otras veces y sé que eso va a volver a suceder. No
puedo iniciar un movimiento de protesta armado y desear que las fuerzas de
seguridad del estado me traten con delicadeza, ya sé a qué me estoy
arriesgando, y me hago responsable de mis resultados. No puedo casarme cinco
veces y decir que cada uno de los divorcios fue un fracaso y que no encuentro
al amor de mi vida; eso es infantil por completo, algo de bueno tiene que haber
sucedido en cada una de esas relaciones, debo hacerme responsable de mis malos
resultados y de mis buenos resultados, si descarto los primeros estoy
descartando los segundos, estoy lanzando al bebé por el desagüe junto con el
agua de la tina. El niño interior herido que llevo dentro tiene la peculiaridad
de que hace, de un problema, una catástrofe; ese es su modo de actuar. Y en
muchas ocasiones, cuando en los grupos terapéuticos se habla del famoso “ego”
que nos domina y que “está totalmente demente”, según el Curso de Milagros,
muchas veces se está hablando de una dimensión de nuestro ser que es el famoso
“niño interior”; ese niño interior que continúa llorando. Es a mí mismo, a quien debo
observar con responsabilidad; generando una nueva respuesta más hábil en mi
interior para manejar la vida en la filiación.
Ese socio está enojado conmigo, pero de alguna manera el
cincuenta por ciento de la responsabilidad es mía, aunque el niño interior
llamado ego venga a decirme que no, que soy totalmente inocente, que esa
persona es la peor de las personas posibles y que tengo todo el derecho a
resarcirme mediante algún tipo de ataque o venganza. Seguramente tengo muchas
cosas que agradecerle a ese socio, incluido este mal momento que ambos estamos
atravesando. Y si decidiera, aún en contra de la voluntad absolutista de mi ego,
sentarme a hacer un listado de las cosas que hemos hecho juntos, acabaría
dándome cuenta de que, en el contexto mayor de la totalidad de la vida, eso no es lo más importante que me ha sucedido pero me ha enseñado muchísimas
cosas significativas. Sobre los seres humanos y sobre mí mismo.
Pasé muchísimas horas de mi vida, mientras trabajaba,
escribiendo listados inacabables de tesoros que me habían regalado, a veces sin
saberlo, las personas con las que más enemistado me encontraba. Luchando contra
mis más enconados rencores, pude ver bajo una luz amistosa y agradable todos
los momentos de éxito, de cariño compartido que había vivido con cada una de
esas personas y como si el universo se confabulara para enviar una onda
mensajera, a veces me los encontraba en la calle, en el metro, en el tren
camino a Vallvidrera, en Barcelona y podía hablar con ellos en calma, a veces
para decirles sinceramente que lo que había sucedido era una puta mierda y una
indignidad pero que no guardaba ningún rencor y que decidía quedarme con lo
bueno de todo lo que había sucedido. Incluso me llamaban por teléfono personas
de Uruguay con las que no habíamos completado el circulo de nuestra relación en
una despedida definida y limpia, para sanar esas áreas de nuestras vidas.
Enconado en ver en un pariente todo el mal que de esa
persona procedía, inicié el tratamiento de verlo de otro modo y reconocer
cuánto dolor aún guardaba de aquella relación y de aquellas situaciones y me
pude ver a mí mismo recordando todo el período en el cual el cariño y el
respeto mutuo aún fluía a raudales. Y mi musculo pericardio se sintió
tremendamente aliviado. Mi corazón había roto un dique de contención por donde
comenzó a manar de nuevo cierta naturalidad para amar.
A veces incluso me llamaban por teléfono amigos y amigas
desde distintos puntos del planeta, donde ahora vivían, para cerrar algún ciclo
abierto y me encontraba en la mejor disposición para hacerlo; a veces, alguna
persona llamaba para reafirmarse en que tenía razón y en que todo había
sucedido tal y como ellas lo decían, pero eso no me afectaba; no tenía ganas de
discutir por la más lábil de las pretensiones en la filiación: la legitimidad
de mi interpretación.
Empecé a elegir qué sentimientos experimentar y si estos
estaban de acuerdo en cada momento con mis propósitos superiores, entonces
comenzó una acción imparable de descarte.
¿Esto colabora en la realización de mis propósitos superiores? ¿Esto no lo hace? Comenzaron entonces a alejarse de mi vida personas que me encontraban “raro”; pero a cambio comenzaron a acercarse a mi vida otras personas que sí tenían propósitos similares a los míos. Podía dolerme por las pérdidas y no ver los beneficios; como antes hacía en modo automático. Pero decidí celebrar una bienvenida a todo lo que llegaba y despedir con fluidez lo que se marchaba.
¿Esto colabora en la realización de mis propósitos superiores? ¿Esto no lo hace? Comenzaron entonces a alejarse de mi vida personas que me encontraban “raro”; pero a cambio comenzaron a acercarse a mi vida otras personas que sí tenían propósitos similares a los míos. Podía dolerme por las pérdidas y no ver los beneficios; como antes hacía en modo automático. Pero decidí celebrar una bienvenida a todo lo que llegaba y despedir con fluidez lo que se marchaba.
Empecé a buscar cómo era que aún continuaba logrando que
algo desagradable llegara a mi vida y mediante qué mecanismos yo mismo lo había
pedido. Descubrí el arte de hacer la “lista de la compra”. Esa lista que haces
antes de ir al supermercado y que te guía mientras estás dentro del
establecimiento, para llevar exactamente lo que habías ido a buscar y no
aquello que, ubicado estratégicamente, la empresa decidió que contra tu
voluntad debías llevarte. En la experiencia de la filiación sucede lo mismo: en
la cara “A” de la lista tengo escrito lo que realmente afirmo desear, pero la
cara “B”, que he decidido no mirar, me va a atraer, como un imán, todo aquello
que escandalizado afirmo no desear. A lo que te resistes, persiste.
“No te engañes por más tiempo pensando que eres impotente
ante lo que se te hace. Reconoce únicamente que estabas equivocado, y todos los
efectos de tus errores desaparecerán”. (UCM)
El milagro es una “rectificación” una corrección de tu
percepción, así lo define el mismo Curso de Milagros.
Esta rectificación es similar a la que se produce en una
constelación familiar; alguien se consideraba totalmente inocente de algo que
produciendo gran dolor se dio en su familia, pero en el sistema familiar igual
que en la filiación, todos somos uno, todos estamos hermanados y estamos para
colaborar en la sanación de los otros en comunidad. Yo no me sano solo, mis
hermanos se sanan conmigo. Esa persona que se considera inocente, que quiere a
toda costa ser inocente, se priva del mal en su vida, pero se priva también de
todas las bondades de la existencia. En la vida hay que mojarse, asumir incluso
un destino difícil, y un modo valiente es cambiar la percepción, una tarea que
es tan cotidiana, monótona y repetitiva, como todos los otros aprendizajes que
hemos realizado. Pero ese primer paso para realizar un cambio de alcances
imponderables, puede ser tan sencillo como afirmar, aquí y ahora, de todo
corazón, teniendo en mente todo aquello que aún te causa dolor:
“Soy responsable de
lo que veo”.
Héctor D’Alessandro
15 de marzo, Xalapa, Veracruz
Un Curso de Milagros.
Taller todos los jueves de 6 a 8 PM. En Xalapeños Ilustres
88
Escuela Internacional de Coaching de Xalapa
Col. Centro Xalapa. Contacta con nosotros al 2281 78 07 00 o
al 2281 82 88 84.
En el taller que realizamos todos los jueves, conectamos el
trabajo psicofísico con el Curso e Milagros a nuestra realidad inmediata y
cotidiana.
Puedes integrarte al curso en el momento que quieras.
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