miércoles, 30 de noviembre de 2022

NUEVA FORMACION EN CONSTELACIONES CON EL TAROT EN CDMX 7 DE ENERO DE 2023

 

Constelaciones familiares con el tarot: el aprendizaje arquetípico para la evolución de toda tu vida

Héctor D'Alessandro



1.  Yo antes pensaba que el tarot y otros sistemas que se usan para “adivinar el futuro”, eran cosas de gente “naca”, “terraja”, “ordinaria”, “vulgar”, u “hortera”. Como viví en diferentes países en que se usa el idioma español, pongo estos distintos modos de decir lo mismo. Un día, conocí a una persona que no necesitaba adivinar ningún futuro, porque se iba a morir en un plazo muy breve de tiempo y lo tenía muy claro. Esa persona me enseñó, durante el curso de su ultimo año de vida, a “leer” las cartas, diferentes tipos de cartas, como un “libro”, como un libro holográfico, que continuamente estaba cambiando de forma de orden y de significado. Y me enseñó también, a mí, que era un ignorante, a dejar que las imágenes aquellas tan misteriosas, activaran en mi interior muchos tipos de mensajes, señales, asociaciones, imágenes internas. Realmente, una autentica máquina de imaginar. Pero todo esto, por sí solo, no me sacaba de donde estaba. Mi mundo era un mundo de cubrir al último momento mis necesidades básicas. Un mundo en el que siempre tenía prisa y sudaba por no llegar, y sabía que podía aspirar a cosas mejores, pero ninguna herramienta, de las que conocía, me podía activar como para llegar hasta allí. Yo quería ser una persona plena, admirada por los otros, querido, satisfecho con mi vida, pero sentía en el fondo que era realmente un cobarde que no me atrevía a hacer lo que deseaba y no me atrevía a creer en todas mis posibilidades. Tenía miedo a mi propio poder; poder, además en el que en el fondo ni siquiera creía. Sabía que había gente que declaraba estar evolucionando con una emoción de satisfacción y felicidad que no se parecía en absoluto a la mera jactancia, y quería llegar allí, pero no sabía cómo. Además, por el tipo de sociedad en que crecí, pensaba que ya tenía que saberlo todo, que era una vergüenza no saberlo, y eso me impedía acceder a mi propia vulnerabilidad y preguntar y sobre todo demandar ayuda a los otros. Sabía entonces, que era posible evolucionar, pero no sabía cómo pedirlo para mí; la persona más interesada en conseguirlo.

2.  Sentía además que venía huyendo de un campo de batalla: en un plazo de ocho años, murieron mi papa, mi mamá, mi único hermano y se suicidó mi mejor amigo, quien, por otra parte, para matarse escogió un arma de fuego y pretendía hacerlo por teléfono mientras mantenía una conversación conmigo desde el continente americano a Barcelona, España, que era el lugar más lejano donde encontré que podía ir a esconderme del mal karma que me perseguía. Algo en mi interior me avisó: este cabrón se va a matar mientras habla contigo y así se lo dije: y mi mejor amigo, que por algo lo era, me comentó: a ti no se te puede esconder nada. Entonces, a continuación, habló conmigo durante seis horas, le dejó una cuenta tremenda a sus padres, a quienes supuestamente destinaba su venganza: el suicidio y luego de cortar la comunicación internacional conmigo fue al baño de un restaurante, se encerró por dentro con el pasador y llegó a pegarse tres tiros, dos no mortales y solo el ultimo definitivo. Razón por la cual el dueño del restaurante estuvo detenido un tiempo legal porque nadie podía creer que alguien se matara a si mismo con tres tiros. Cuando al día siguiente me llamaron para decirme lo que había pasado, sentí frío al confirmar la noticia que ya sabía. Sentí un frío como el que se siente en las constelaciones familiares. Un frío que jamás había sentido antes, con mis otros muertos. Y eso me informó que algo diferente a todo lo habitual estaba sucediendo. Y además algo dentro de mi entendió de una vez y para siempre que yo tenía prisa. Que la muerte me andaba buscando y que la locura que vivía en mi cuidad de origen, Montevideo, Uruguay, era portátil, y ahora me la había llevado conmigo a Catalunya. Me urgía cortar esta racha de una vez y para siempre. En esos días, alguien me informó que algunos psicólogos consideraban que una seguidilla de muertes, tan significativa e importante, me estaba intentando transmitir algún tipo de mensaje y que yo debía cambiar algo en mi interior, aunque no supiera con exactitud de qué se trataba. Que esto es un aviso de cambio de carácter irreversible y que debes hacerlo, que te va la vida en ello. Yo sudaba por las noches con estos pensamientos, en pleno invierno a cuatro grados bajo cero en pleno barrio de la Vila Gracia, en Barcelona.

3.  Entonces fue que apareció Anna y me dijo que iniciaba un curso de tarot evolutivo, especificó muy claramente que no se trataba para nada de esa horterada de adivinar el futuro, y que estaba invitado. Comenzaría entonces una aventura de un año en el cual hicimos el curso diplomado que ahora inicio en la Ciudad de México y que consistió básicamente en integrar en nuestra mente inconsciente la imaginería de diferentes tipos de tarot: el de Marsella, el Ryder Waite y el de Aleister Crowley. Nos deteníamos con cada arcano mayor, de los que hay 22 y que fueron usados por el psicólogo Carl Gustav Jung durante décadas, a meditar para integrar la percepción que se tiene desde el arcano. Cada arcano es una figura arquetípica de carácter simbólico y activa en términos del propio Jung, energía psíquica para otros usos que antes ni siquiera conoces o puede que no tengas ni idea de que puedes acceder a esas maneras de percibir tu experiencia de la vida y del mundo y la sociedad.

4.  En esa época cada día me costaba más arrastrar mi vida por las calles de Barcelona, y, aunque nunca llegué a estar tan mal como he visto luego que se ha puesto la vida para mucha gente allí con la llegada de la crisis de 2007, muchos días sentía que no tenía ningún sentido para mi la vida, ni allí ni en ningún otro lugar y, sin embargo, cada día conseguí levantarme de la cama, salir a buscar clientela para lo que en aquella época hacía: dar clases de baile en gimnasios y academias, dar quiromasajes, que aprendí a hacer porque un residente terminal de una clínica me dijo cuando le di un masaje espontaneo para que pudiera relajarse y dormir: ¿Dónde aprendiste? Y mi respuesta fue: en ningún sitio, y esa persona me dijo con su voz agónica de fumador compulsivo: pues deberías aprender porque vas a dar mucho amor y bienestar a muchas personas. Y sin dudarlo al día siguiente estaba inscrito en una academia de nombre Axis, en el Passeig de San Joan, donde cursé el quiromasaje y de inmediato empecé a ganar dinero a raudales, llegaba a dar hasta ocho al día y me había salido del barrio de Gracia y me había ido a vivir a Comte Borrell esquina Gran Vía, en un apartamento, que allá llaman “piso”, donde el dinero empezó a entrar sin parar durante años y años. Y en mi mente estaba de continuo presente como si fueran recuerdos reales propios, algunas de las meditaciones que había realizado en aquel impresionante curso: un pasaje al otro lado del río del olvido en la carta numero trece. Anna nos enseñaba con mucho interés que el practicante avanzado nunca dirá el nombre de esta carta, sino que se referirá a ella como “el arcano número trece” o “la carta numero trece.” Que en esto se notaba la diferencia entre una persona con conocimientos avanzados en esta área y un neófito. Y decía este tipo de cosas con mucho énfasis y autoridad. También recuerdo la meditación en la Emperatriz, el arcano numero tres, capaz de romper cualquier situación de bloqueo con esa meditación. Y recuerdo on mucha intensidad la meditación en el Emperador, arcano numero cuatro, para la asunción de todo tu poder personal.

5.  Un día me di cuenta claramente que estaba totalmente concentrado todo el día en una serie de objetos mentales de carácter visual y que con ellos trabajaba las diferentes situaciones de mi vida en un nivel altamente hipnótico, aún no había aprendido hipnosis, aunque esta se encontraba en mi lista de cien cosas que quiero conseguir, igual que el “rebirthing” y que las conseguí todas en tiempo récord. Pero lo más importante que aprendí no era que podía conseguir cosas materiales y propósitos intangibles, aunque fuertemente sentidos. Lo más importante fue que podía

a.       mantener en mi mente durante mucho tiempo, de hecho: décadas, imágenes claras y continuas y nítidas, de mis objetivos

b.       y que esa era la marca de alguien que quiere realmente conseguir algo y la marca del éxito.  

6.  Han pasado muchos años y siento que mi vida tuvo y tiene sentido. Vivo en México, y las enseñanzas y los años de experiencia me han traído de nuevo a mi vida los arcanos del tarot junto a la teoría de Carl Gustav Jung y te puedo asegurar que aquello que yo hice a pura fuerza de voluntad y a veces con herramientas melladas o no muy afinadas, fue un milagro que yo hice para mi mismo, como si me debiera a mi mismo el gran regalo de mi vida. Y ahora quiero compartirlo contigo. Quiero que te vuelvas tan poderosa o poderoso como puedes llegar a serlo e incluso más. 

este año de 2022 ha sido muy fructífero y hemos concluido, con un grupo extraordinario, la primera formación de constelaciones con el Tarot en la CDMX. Todo lo aprendido en el curso se va a compactar en este nuevo desafío del año 2023.

Te invito a este curso diplomado de Tarot con las constelaciones familiares y de carácter evolutivo. Comenzamos el sabado 7 de enero de 2023 en CDMX

 Informes e inscripciones al 2281 78 07 00

sábado, 25 de junio de 2022

Un día de suerte Héctor D'Alessandro

Un día de suerte

Héctor D’Alessandro




Aquel lugar se llamaba la cima del Pelado, y hacía ya mucho rato que dos aves de rapiña sobrevolaban la zona, seguro que habían visto alguna presa por el sitio y estaban haciendo sus cálculos mientras daban vueltas en circulo y buscaban el momento para lanzarse en picado sobre la misma; Quique hacía años que conocía al Beto, eran amigos desde la infancia, y si se lanzaba a la carrera por los recovecos del tiempo podía acabar encontrándose con el Beto en cualquier calleja de barro y charcos en la que invariablemente se veía conteniendo a duras penas, o recibiendo de plano, los golpes de su amigo, siempre sucio y muy violento, mal encarado, le gustaba hacerse pasar por un hombre duro, cuando en realidad era todo cobardía escondida en el fondo de sus huesos. Al llegar a la cuesta, arrastrando sus pasos, Beto se quedó mirando al frente, a aquella mujer flaca con cara de loca y vestido desgarrado que apareció en el horizonte y que al verlos se lanzó por la suave pendiente del camino, en la dirección en que se encontraban, como si no tuviera que pensarlo ni un solo segundo, como si ellos fueran la salvación de algo. A Quique le alcanzó con ver la cara de Beto, el movimiento de su cadera, las palmas de sus manos restregándose contra la camisa azul de estampados infantiles llena de manchas de grasa de coche, supo que iba a violar a aquella mujer, supo una vez más que iba a tener que contener a su agresivo amigo, iba a intentar que no los metiera quizás en un nuevo y mas duro problema. Resopló agotado o molesto, en el comienzo de la intensidad.

Entonces la miró y saltó de inmediato a sus ojos que tenía un sector del dedo anular izquierdo totalmente blanco, descolorido por la falta de sol, atestiguando la ausencia de un anillo bien grueso. Se dijo: esta tipa tiene mucha lana; no necesitó oírla hablar para captar su procedencia, su buena vida pasada; solo su vestido piojoso y mugriento lo retuvo en un estado de confusión, intentando ubicarla a ella o sacar cuentas sobre qué le había pasado en los últimos días o semanas o si se trataba en realidad de una ricachona fugada de un manicomio, alejada del buen vivir de una mansión desde hacía años.

Decidió mirar al Beto buscando una respuesta y lo empujó con el codo para avanzar y presentarse a la damita. Beto mostró una cara de enfurruñamiento, molestia en la mirada, desprecio en los labios. Entonces, Quique procuró hacerle un guiño cómplice y una sonrisa y pasó su lengua sobre los labios para que se creyera que iba a poder hacerle a la mujer lo que le viniera en gana. Eso detuvo las sacudidas de la melena polvosa del Beto, de momento; de inmediato comenzó a restregarse las manos como si tuviera un negocio seguro. Darle esta libertad de acción es abrir las puertas al peligro; para hacerlo debe uno saber que luego deberá dominarlo, saber cómo pararle los pies y volverlo a un carril ordenado.

Se dio la vuelta y se dirigió a la mujer delgada procurando averiguar qué quería; esta le dijo: dame tu teléfono y con su orden no pudo menos que dirigir su mano al bolsillo, lo que hizo que ella se abalanzara y apenas lo asomó se lo arrancó de las manos. Parecía loca o desesperada.

Beto se agitó, sacudiendo su melena, y las vibraciones de su inquietud llegaban hasta el lugar en que se encontraba Quique de pie. Este se giró en automático y fue hacia la mujer en busca de su móvil, para calmar y satisfacer a Beto, para recuperar su autoridad. Esta lo miró por primera vez a los ojos y alzó la palma de la mano en señal de stop: no me moleste ahora que estoy hablando.  Su mirada, profunda y vacía, el tono brillante del fondo de su iris, la profundidad de su encarar, la costumbre de mandar y ser obedecida, lo detuvieron; ella se acercó a su oído y tapando el teléfono para que no la escucharan, le dijo: te conviene, aquí hay mucha lana.

En ese momento sintió que se relajaban sus hombros, que una suavidad que bajaba del cielo le acariciaba la espalda, y un fuerte impulso le recorrió desde los riñones hasta los mismos testículos. Miró al horizonte y vio a las aves de rapiña haciendo sus circunvoluciones con más acentuada lentitud, dirigió su mirada a Beto, y le hizo un gesto para que se moderara, aunque lo encontró algo confuso, y, no obstante, vagamente entregado a la luz del día que les había traído buena suerte en el último tramo de la cima; dio, entonces, un paso hacia atrás respecto de esa mujer, se quedó mudo y esperó. Intentó, con su dedo pulgar levantado, transmitirle más tranquilidad aun al socio, su sonrisa se sumaba, pero las comisuras no podían evitar un gesto de dolor muy antiguo.

Ella se acercó, luego de terminar la llamada, y le dijo que se quedaba el teléfono, que estaba pagado, que no se hiciera problema, y él confió en ella. Beto agitó otra vez su mugrosa melena, como si no pudiera creer a qué grado iba aumentando la confianza hacia aquella mujer desconocida, pero sus ojos guiñaron con un asentimiento polvoso de su cabeza. Sus pasos inseguros transmitían el desconcierto de su personalidad desequilibrada. Sus dedos largos, sucios y crispados se cerraban y se abrían de continuo como tenazas ansiosas y prensiles en busca del objeto de su violencia, sus resoplidos parecían la caricatura de un intento vano de encontrar la calma. Y la mirada llena de arrugas por el envejecimiento de la resolana continua transmitían un frío enojo atenuado apenas por las enormes dudas que lo invadían.   

 

Elvira Álvarez, la joven hija del importante empresario de Veracruz, Armando Álvarez Santamaría, propietario de la cadena alimentaria “La Catedral”; llevaba casi cien días de secuestro. Su padre deambulaba por las noches en la mansión frente al mar, un arma escondida debajo de un cojín en su silla de ruedas. La habían plagiado en plena autopista bloqueándola dos coches grandes de los que luego se supo que eran robados; y de nada sirvió el servicio de seguridad que su padre le tenía contratado, cayeron en el mismo sitio como moscas bajo el efecto de las balas. Antes que secuestradores eran asesinos, pero no se sabía si eso era bueno o malo para las expectativas de vida que ella pudiera albergar. Puede que mataran a los de la seguridad porque se trataba de auténticos profesionales del asesinato o porque se trata de una patanes que escogieron esta vía como la más sencilla. El padre de la chica solo deseaba que se tratara de profesionales.

         

La mañana en que Elvira consiguió huir del tabuco, el sol no acababa de decidirse: daba vueltas erráticas en torno a unos maizales que en la zona se desmayaban a punto de chamuscarse tan solo con un par de días más de resolana. En la madrugada estuvo oyendo los ratones del campo y algún zorro que andaba en busca de su gallina, mientras ella raspaba los hilos de plástico con que la habían asegurado la noche previa. El sol no había acabado de decidirse a arramblar con su fuego el resto del verde y ella ya estaba al lado de la improvisada puerta, tanteando el candado. En cierto momento, la señora culona que la cuidaba y que hacía dos meses le había hecho una pregunta extraordinaria “¿Crees en Dios, hija?” Así lo había hecho, soltando el sartén que manipulaba, como para asegurarse que escuchaba bien la respuesta que esta muchacha tenía para darle ante tema tan significativo. Elvira no sabía por dónde iban los tiros con aquella interrogante; estaba bastante asqueada, católica de misa de domingo como era, no tenía una gran formación teológica, pero sabía más o menos por cual acera caminaban la decencia y aquel conjunto de hechos que empedraban un camino de vida correcto, tan inútiles en este momento, tan lejanos o absurdos. Pidió que le repitiera la pregunta, mientras dirigió sus ojos al ventanuco, dejando que poco a poco el aire de la tarde se solidificara en el horizonte sin ruidos. Se quedó con los ojos fijos entre las nubes y con su cabeza volvió a escuchar la pregunta un par de veces. Apretó un puño solo por sentir su cuerpo, el latido de su impulso vital, la saña que le aportaba su impotencia, su frustración y su rabia. Miró a aquella mujer, su delantal perpetuo, su falda color hormiga, sus grandes caderas desbordantes, su boca llena de algún tipo de pan que pasaba a un lado y otro, sus ojos suavemente exaltados que la inquirían sobre Dios, como si en ese momento, en aquel campo, nada más importara. El odio visceral que sintió fue antes una cosa de clase social que un impulso biológico. Humillada al máximo, se veía ahora cuestionada por una persona a la cual había intentado entender. Se vio a sí misma tomando la comunión con el obispo Gordillo y algo le recorrió la columna vertebral, un impulso asesino que quería explotarle también en la boca, en mil improperios, completamente inútiles, que bien guardado en el fondo de su sangre podía impulsarla en la noche por los campos, otorgar fuerza y vida a sus pies.

 El tono condescendiente de aquella señora, dispuesta a escuchar, no obstante, solo una respuesta (que sí creía en Dios padre celestial creador de todo lo viviente) le removía el interior de sus tripas y la sacaba totalmente de quicio.

Las intensas vibraciones de odio y repudio, de indignación altiva, le corroían el cuerpo y al mismo tiempo centraban todos sus excesos e ímpetu; como si se llamara a sí misma a guardar fuerzas para mejor ocasión.

El sol no acababa de decidirse, cuando Elvira salió del cuarto en que permanecía encerrada y con sigilosos pasos se dirigió a la cocina con piso de tierra donde permanecía la mayor parte de las horas de cada día desde hacía un tiempo del cual ya había perdido la cuenta. Aunque cada tanto, semanas o meses, recuperaba el conteo al ver un periódico o escuchar una conversación o la radio o una televisión que se encendía en alguna otra habitación o rancho cercano, y repetía mentalmente: noviembre: me levantaron en marzo: ocho meses. Ya decía “levantar” esa palabra vulgar con la que el pueblo se refería a este hecho ignominioso del secuestro. Había abandonado en su camino muchas creencias. El hablar adecuadamente era un bien muy preciado por ella, y no quería ceder por ahí, porque si cedía en ese terreno, luego podía perderse a sí misma. Necesitaba con urgencia y con constancia, cierta distancia respecto de sus captores y cierta altura desde la cual observarlos, incluso para fugarse. Me gusta lo diferente que eres en estos contextos tan inusuales, le había dicho su amiga Anna, con la cual fue a hacer un posgrado en comercio internacional a los USA. Ahora su antigua compañera de andanzas estaría en Washington preocupada por su bien y su salud; estaría en su oficina del Banco Mundial donde operaba como persuasora internacional de gobiernos miserables para que compren los créditos que la entidad vende. ¿Cómo podía hacer eso? Estudiaron lo mismo y tuvieron la misma oportunidad, pero Elvira no sintió ningún tipo de motivación para trabajar en un organismo internacional; aunque fuera de la banca. Y ahora estos miserables la tenían arrinconada, con veinte kilos menos, no hay mal que por bien no venga, y deprimida casi todo el día, porque no sabía qué podía llegar a suceder si solo se guiaba por el humor que estas ratas manifestaban.

Llevaba buena parte de la noche oyendo una suerte de zumbido lejano que parecía procedente de una tele encendida sin ninguna sintonía, o bien alguna máquina mecánica que se hubiera quedado encendida sin material con el que trabajar: una cafetera, un aspersor de agua en un jardín. Se sentía muy confusa, pero hoy extraordinariamente esto no le importaba, se había agenciado, desde hacía unos días, un cuchillo de sierra de cocina y lo tenía guardado en la miserable habitación donde la obligaban a dormir y lo había escondido en un hueco de la pared cerca del techo. Ayer por la tarde los dos hombres, que en muchas ocasiones acompañaban a la anciana en su custodia permanente de la secuestrada, se habían marchado temprano con una camioneta grande y por los saludos que se destinaban unos a otros, daba la impresión de que tardarían al menos dos días en volver. En principio, sacar esta conclusión la deprimió un poco, porque le hizo suponer que estaba alejada de cualquier centro poblado, pero luego vino en su auxilio emocional el recuerdo de que continuamente veía cables aéreos que dependían de columnas distribuidas con cierta cercanía como para suponer una carretera, una serie de postes de alumbrado y transmisión de energía eléctrica y alguna población cercana. Por todos estos elementos es que aquella madrugada se había levantado temprano, asomó la cabeza por un momento a través del marco de una ventana y miró al cielo, donde dos aves de rapiña sobrevolaban el horizonte: no podía determinar si venían hacia ella o se alejaban definitivamente. Aunque ya oía a la señora trajinando en la cocina, se había escapado de su habitación antes de que viniera a abrirle, solo por romper ese hábito de salir del cuarto siempre a la misma hora. Había pensado que, si salía a la hora de siempre y luego, mediante algún método desconocido por ella, la señora se comunicaba cotidianamente con aquellos hombres que ahora no estaban en la casa, ellos se extrañarían por la falta de comunicación; entonces decidió que saldría antes de la mugrosa habitación, con todos los riesgos que esto comportaba, y liquidaría a la vieja de un solo corte con aquella cuchilla. Había pensado que, si no tenía fuerzas o ánimo para hundírsela hasta desangrarla, seguro que la dejaba muerta de una infección, por la mugre, tanto del puñal como del lugar donde convivían forzadamente. Por todo esto es que ahora se encontraba caminando descalza para no hacer ruido; luego de matar a la vieja Paulita, volvería sobre sus pasos para calzarse; con sigilo se acercó a la cocina, vio a la mujer de espaldas, con aquellos grandes jamones que tenía por brazos, colgando a ambos lados, asomados por los huecos de una vestido azul celeste muy holgado que vestía para hacer las tareas de la casa y para cocinar; pero al entrar a la cocina sucedió algo que no se esperaba: la mujer estaba sentada al alcance de su victimaria y a una distancia prudente había sobre el fogón de la estufa una gran sartén llena de aceite que a Elvira la agitó por varios motivos: se evitaría, al menos al comienzo del degollamiento, la profusión de sangre, y con aquella sustancia ardiente lograría inmovilizar, por el intenso dolor, a aquella miserable y repugnante anciana.

Freírle la cara en aceite a una mujer de sesenta años despide olores que en una ciudad no se podrían disimular, en cambio en medio del campo, podría pasar por el desagradable aroma de algunas pajas secas quemadas o bien por la corteza reseca y poblada de hongos de un alcornoque. Solo podría vomitarse al oler aquella peste en el caso de que previamente se supiera de qué se trata, de otro modo sólo podría pensarse que es otro olor, desagradable por demás, procedente de alguna cosa natural que se ha echado a perder. Esto pensaba.

Luego de que le había preguntado aquella señora si creía en Dios; canalizaba con estos pensamientos su violencia interna desatada, una agresividad a la cual, sentía que si no le daba salida acabaría carcomiéndole las entrañas. Un cutis correoso, grasiento y sucio por falta de limpiezas faciales, al entrar en contacto con el aceite comestible hirviente, produce un chisporroteo familiar y, en paralelo, una desfiguración marcada por el horripilante gesto de horror al contemplar el propio castigo desmesurado y un odio que no puede concentrarse en su objeto por efecto del desconcierto y el intenso dolor.

Jamás pensó que olería a pollo frito.

 

—Ahora vendrá la policía y ustedes van recibir de mi padre una gran recompensa.

Todo el tiempo les hablaba como si olieran mal, como si fueran unas bestias a las cuales no conviene acercarse. No les gustó su mención de la policía: despertó en ellos un miedo cerval, arcaico y muy conocido. De pronto se miraron entre ellos con la boca abierta y los ojos desenfocados: como si acabaran de darse cuenta de que los habían estafado.   

Estuvieron así un buen rato mirándose a la cara y observando el cielo sin entender por qué; hasta que un helicóptero sustituyendo a las aves de rapiña se abrió paso de modo oblicuo entre los árboles, bajó en medio de la carretera hacia el puerto de Veracruz como si fueran los dueños de todo y saltaron al suelo cuatro comandos vestidos de negro con armas largas y corrieron de inmediato hacia el sector del campo en donde se encontraban; Quique temió por sus huesos, se sintió frágil y supo que le iban a producir dolor; sin embargo, la única patada la recibió el Beto y también un culatazo en medio del pecho que por poco no le parte el esternón. Lo enviaron con ese golpe como a tres metros de distancia. Le dieron orden de no moverse; Quique se tiró al suelo sin que le dijeran nada. Elvira, según supieron que se llamaba, gritaba diciendo que no se preocuparan, que recibirían comunicación de su familia, mientras dos tipos de aquellos ya estaban subiéndola al helicóptero en medio de la carretera.

Al llegar la policía, los últimos comandos que quedaban por marcharse, se acercaron a los oficiales, les entregaron una suerte de tarjeta grande, un mensaje que venía del mero señor oscuro de la silla de ruedas, intercambiaron cuatro frases que con el ruido del motor en marcha no pudieron escuchar, y señalaron con énfasis hacia donde ellos se encontraban.

Beto estaba enojado: me la hubiera cogido.

Los mierdas de los polis los miraron como si fueran unos apestados; se pusieron a hablar por el intercomunicador y así fue que pudieron enterarse de más detalles de todo lo que acababa de pasar: Elvira era una secuestrada de la banda de Los Pericos, con quienes nadie iba a meterse.

Cuando escucharon aquel nombre, la sangre se les enfrió en el cuerpo y les bajó a los pies: los agarraron y los iban a exponer aquel día ante los medios.

Los llevaron hasta Papantla, lo cual no resultaba nada halagüeño. ¿Por qué los alejaban tanto del lugar donde los había levantado? ¿Qué les iban a hacer?

Al final, el sorprendente resultado, consistió en que les dieron jabón, toalla y un desodorante usado para que se asearan y les trajeron ropa nueva de una iglesia evangélica: los iban a sacar en el informativo de las ocho como los auténticos ciudadanos responsables que no son, que habían apoyado a la damita para que llegara donde sus seres queridos; Quique tenía miedo de que su abuelita se muriera del infarto que anda prometiendo hace años.

Esto, que en principio consistía en una muy buena noticia, los ponía en la picota con los mismos Pericos, estos cabrones los iban a andar buscando como unos locos frenéticos para arrancarles la cabeza. A menos que fueran inteligentes y consiguieran pensar el pensamiento que a ellos les convenía: que realmente fue la policía quien rescató a la mujer y que, como son unos cobardes, declararon que fueron ellos quienes encontraron a la mujer y la entregaron a las autoridades.

Beto, agarrándose el pecho y con el gesto de dolor en la comisura de sus labios y en las arrugas de sus párpados, dice: eres un imbécil y Quique no quiere darle la razón; ahora van a tener que volver a casa por sus propios medios, de Papantla hasta Rinconada son no se sabe cuántos quilómetros. Solo esperan que los Pericos no se hayan creído a la ligera esta historia porque son bastante malos y pueden hacerles una visita.

“Nunca más confío en los ricos esos, ni quinientos pesos nos mandó la muy puta.”

Beto: “De este verano no pasa, yo no lo vuelvo a pasar mal, me uno al sicariato con Los Pericos.”

Quique: “Yo trataré de convencer a mi abuelita que me preste para un celular nuevo.”


Héctor D'Alessandro es escritor y coach. Si quieres tomar sus cursos de escritura creativa, puedes informarte por whatsApp al 2281 78 07 00

domingo, 12 de junio de 2022

MOMENTOS ESTELARES DE MI PADRE Héctor D'Alessandro


MOMENTOS ESTELARES DE MI PADRE

Héctor D'Alessandro Sala

Me la pasaba todo el rato dándole a la pelota profesional que me habían regalado, una Adidas de las usadas en el mundial de 1974, el mundial de Cruyff y el kaiser Beckenbahuer, le daba sin descanso contra la pared frontal de mi casa, como si este fuera un gran arco y yo debiera atosigarlo por todos los puntos a mi alcance. Cuando ya estaban los vecinos quejosos del retumbar continuo del balón contra aquella pared, mis padres me invitaban a irme al Parque de los Aliados, a muy pocas cuadras de mi casa. Y, con mi pelota maravillosa y mis zapatos deportivos con tapones destornillables, un invento de aquel mismo mundial de fútbol, me iba a jugar y a correr durante horas en aquel parque verde, rodeado de enormes eucaliptus que aturdían el cerebro con su aroma penetrante y constante, muy cerca del velódromo. Un día me fue a buscar mi padre, y al volver me dijo que tenía que hablar conmigo, mi reacción de adolescente, era 1978 y yo tenía quince años, fue defensiva, pero, llegando a casa, me dijo que notaba que hacia mucho tiempo que yo me comportaba de una manera más variable, para no decir voluble por completo o caprichosa, y que veía mi gran curiosidad intelectual que me llevaba a leer libros que él jamás había imaginado que pudiera leerlos y comprenderlos. Él siempre decía, sacándose su elegante sombrero de fieltro que le cubría la calva, que a duras penas podía entender las cada día más difíciles notas escritas para el diario “El Día” por Germán Arciniégas, un escritor colombiano cuyos artículos compraba para su reproducción la prensa conservadora. Y veía que yo a los quince años, en plena dictadura militar y a pesar de la misma leía “Así habló Zaratustra”, (me sentía tan orgullosamente solo como él), “Madame Bovary” y pensaba que si esa mujer chiflada me hubiera conocido a mí en lugar de al tontainas de Charles Bovary, otro hubiera sido su destino, leía los cuentos de San Petersburgo de Gogol, y me exaltaba hasta el paroxismo una y otra vez con el hallazgo de aquella nariz dentro de un pan, leía y me indignaba con la sociedad parisiense, los avatares diversos del destino de Eugenio de Rastignac, admiraba no muy entusiásticamente la filosofía tanguera de Vautrin, me invadía la desolación con el triste destino de Eugenia Grandet, e imaginaba la eliminación del exceso estacional de idiotas en mi sociedad a través de métodos tomados de Emma Zunz, de Borges.

Aquella tarde, mi padre quedándose en camisa y mostrando su torso escultural a pesar de lo viejito que estaba, me había tenido con cincuenta y cinco años me dijo, quiero que lo que te voy a decir lo escuches hasta el final antes de decirme nada, y a mi de inmediato me dieron los clásicos síntomas de la diarrea. Pero lo que escuché fue más tranquilizador, explicó que según los manuales, y tu sabes que nosotros no te criamos según manuales, yo estaba en una edad difícil de grandes cambios en la cual iba a adoptar costumbres y actitudes bien diferentes a las que anteriormente hubiera tenido, eso es una posibilidad, pero básicamente, tosió, se aclaró la garganta y se rascó una de su grandes orejas, lo que me interesa decir es lo siguiente: que ahora igual vas a descubrir que tu madre y yo, no somos unos héroes ni unas grandes personas, que quizás te lleguemos a parecer unos seres minúsculos e insignificantes, unos vulgares tirapedos que viven porque el aire es gratis, como ya sabes que pienso de la mayor parte de la humanidad, y era así, él pensaba eso, y, continuó, muy probablemente eso sea verdad, no somos sabios sino vulgares, no somos ricos sino más bien modestos, no somos famosos sino anónimos, no somos geniales pero estamos orgullosos de tener un hijo brillantísimo, y puede incluso que en el futuro te avergüences de nosotros y lo brutos que nos llegarás a considerar con el incremento de tu sabiduría personal, puede que nos niegues, que te sientas estafado, que es lo que le pasa a la mayor parte de la humanidad cuando se da cuenta que viene de padres normales, seres humanos monótonos y previsibles. Quiero que sepas que, aunque andes enojado si te da ese sirocco, yo estoy aquí soy tu padre y te comprenderé y te quiero igual y esperaré a que se te pase y también estoy preparado para que te agarre mucho viento en la camiseta y te subas a un tren ajeno y no quieras bajar más y ni me saludes, para todo yo estoy preparado, ya sabes que tu madre, ella si pasa a odiarte o a amarte, será para siempre, porque es una maldita desequilibrada. Quiero que sepas que todo eso también me pasó un día a mi y al final me reconcilié con mi padre, sobre todo. Y que forma parte de la vida.

Cuando terminó, me dijo que no necesitaba contestarle, que estas eran una de esas cosas que no se contestan, que el tiempo te va dando respuesta.  

La verdad es que desde hacia tiempo ya que yo había decidido que ciertas cosas no las hablaría con mi padre, porque él no entendía un carajo de nada, no se lo había dicho, pero siempre confiaba en él aunque nunca hubiera apostado por un atisbo de sabiduría más que en momentos de sarcasmo, que era su especialidad.

Por lo cual, dejé la pelota en el suelo, la cual había dejado de mover entre mis manos para escucharlo desde hacía mucho rato, porque estaba muy impactado, y a continuación hice lo que yo siempre sé hacer y que la vida me lo ha agradecido: acercarme y abrazarlo para dejarme invadir hasta el tuétano por la energía gigante de amor que lo había convertido como a cualquier otro vecino en un ser sabio aunque más no fuera por un rato, y me quedé abrazado a él a su camisa blanca almidonada que yo amaba oler, a su olor a perfume y a la gratitud que sentía por haber estado macerando en su alma un momento de encuentro como aquel. Si algo tenía mi padre, e igual mi madre, es que se reían de todas las normas sociales, él estaba en un cargo en un ministerio de nuestro país a dos pasos del propio ministro que durante cuarenta y pico de años le había permitido ver la comedia humana y reírse de ella. Me sequé las lágrimas y decidí irme a la cocina a prepararme un buen “sanguche” de salame con queso, le dije si quería uno y me dijo que no, pero gracias, y antes de que yo atravesara la puerta de la cocina, me dijo: “¿Sabés una cosa? Eres tan tozudo que sé que te vas a romper los cuernos una infinidad de veces en la vida, pero eres el único de mis hijos al que jamás le prevendría contra ello. Y eso, porque sé que vas a vivir unas experiencias que yo jamás me atrevería a emprender, pero que, de antemano, te envidio sanamente, porque vas a aprender cosas que yo ni siquiera puedo imaginar”.

Entonces, definitivamente, me di la vuelta para entrar en la cocina e ir a la heladera en busca del salame y el queso mientras me restregaba la cara con el dorso de las manos y sentía que el corazón no me cabía en el pecho.