domingo, 22 de agosto de 2021

Los estados sistémicos de tristeza por Héctor D'Alessandro

            Los estados de tristeza

Héctor D’Alessandro




Consideremos para empezar a la tristeza según su función. Al mirar este aspecto de la emoción, nos encontramos con que la tristeza es una emoción que tiene como objetivo para la conciencia humana la integración (Plutchik,2004) de nuevas informaciones y experiencias.

La tristeza tiene como objetivo en la conducta general humana una función que podemos definir como de “aprendizaje”.

Aprendizaje, sí, porque derivado de la integración de la experiencia, por traumática que esta resulte, se dan una serie de procesos de aprendizaje que nos permiten entre otras cosas: reconocer circunstancias similares futuras, tomar decisiones más precisas y acertadas, y la capacidad de manejar las propias emociones con mayor solvencia.

Centrémonos en qué actividades nos permite realizar la tristeza cuando nos “secuestra” con su particular vibración emotiva.

Ø    Descansar

Ø    Sentirnos en profundidad

Ø    Enlentecer todos los procesos

Ø    Dar rienda suelta a procesos de queja y lamentación y más importante aún: “soltar” lastre antiguo y muy pesado

Ø    Soñar despiertos

Ø    Revitalizarnos o recargarnos de energía

 

Si observamos con detenimiento la lista de actividades y recursos que se pueden activar a raíz de entregarnos con un poco de continuidad a la experiencia de la tristeza, llegamos rápido a la constatación de una evidencia: en todos los casos lo que necesitamos es resarcirnos de energía; nos falta energía.

Esto, en términos de la sistémica de Hellinger, nos conduce de inmediato al origen de la presencia de la tristeza.

Falta de energía.

Es decir: un problema de desequilibrio.

Una afectación en el orden del equilibrio.

Y esto nos muestra de modo directo las diferentes experiencias posibles de tristeza:

Ø Estoy triste porque no tomé lo que era mío

Ø Estoy triste porque no di lo que debía dar

Ø Estoy triste porque no me dieron lo que es mío

Ø Estoy triste porque me quitaron lo que es mío

Ø Estoy triste porque me dieron de mas y me volví impotente para la acción

Ø Estoy triste porque no puedo ser yo y esto merma mi energía

 

 

Parece ser que en la tristeza lo que prima es la falta de energía

Sin embargo, no es así, puesto que hay un estado más, muy común, que se agrega a la lista anterior:

 

Ø Cuando la provisión de energía procede de la misma tristeza: en este caso la persona presenta una especie de soberbia de estar triste, como si perteneciera a una elite exclusiva de la depresión. En este caso, está pagando algo con su tristeza que no le es propio. Pertenece en general al grupo de las personas que están tristes porque dan algo que no tienen que dar (y en este caso es obvio porque lo que dan ni siquiera es suyo y ni siquiera se la dan a alguien que les reclame directamente, en esta existencia, a ellos mismos), pero estrictamente pertenecen a un grupo especial que paga lo que no debe, y lo hace porque es leal a un excluido.

Es decir que este es el único caso en que se mezclan el desorden de desequilibrio con el de exclusión; y esto se nos hace evidente porque en este es en el único caso en que aparece la sonrisilla pedante de la soberbia por estar haciendo algo que no debe la persona hacer. Este grupo es muy importante para nosotros como consteladores: porque no muestran directamente la llamada sonrisa del patíbulo, que al parecer caracteriza la presencia de un problema de orden sistémico, cuando no es así.

Lo que hay es una memoria ancestral activa y presente en la vida del cliente, que es “leal” en términos de la sistémica de Hellinger, a ese ancestro que tuvo un destino doloroso. Se quiere decir entonces que puede haber una circunstancia de desequilibrio sistémico, pero no necesariamente una lealtad transgeneracional, y la clave transgeneracional está dada por la presencia de la sonrisa del patíbulo o bien por cierta sensación incongruente de orgullo por sentirse mal.

En algún momento todos debemos empezar a reconocer la presencia de estos estados que en la conciencia beta (entre 13 y mas mega herzios por segundo de funcionamiento cerebral) son los considerados como pertenecientes a la “normalidad”. Aquí al fin tenemos una definición operativa de “normalidad” o “normal”, y lo curioso es que es una definición alejada o desvinculada de la homeostasis.

Con el paso del tiempo y la adquisición de estas nuevas cualidades del comportamiento, que se harán masivas, las personas comenzarán a descubrir con naturalidad quién tiene un comportamiento natural y quién no, quién está “conectado” a sí mismo y quién no; hasta que apareció Hellinger, la humanidad vivía a las orillas de la vida creyendo que está participando en el núcleo de la misma. Los manuales de pedagogía, una de las ciencias que tiene mayor impulso de desarrollo reconocen que vive mejor quienes tienen la capacidad de saber que las creencias que tienen son intercambiables, se pueden abandonar y, en todos los casos, fenómenos virtuales que voluntariamente se pueden adoptar como propias o no.

 

 

sábado, 14 de agosto de 2021

El precio de un aborto por Héctor D'Alessandro

 

 


 

El precio de un aborto

Héctor D’Alessandro

Por segunda vez en mi vida me enfrentaba a un aborto: era 1984 y el país estaba saliendo de una dictadura atroz, durante la cual mataron a muchísimos de mis vecinos y esta situación: que la muerte violenta esté presente día y noche en tu vida como una alternativa posible, producía un estrés continuo y larvado en mi espalda a la que ya en esa época comenzaba a conducir a diversos terapeutas para que me hicieran tratamientos y me liberaran de una molestia creciente y constante. De hecho, mi novia (el amor de mi vida de aquel año) me llevó al local de su terapeuta en Pocitos: Inge Bayerthal, y allí pude comprobar que las mejores terapias requieren de una fuerte inversión y de cierta cultura para comprender qué es exactamente lo que están haciendo contigo, así como también la disposición anímica y la sensibilidad necesaria para sentirte a ti mismo cada día más y más: sí, definitivamente, quería irme a otro país, a uno donde el presupuesto para terapias no ocupara un porcentaje demasiado elevado de mis cuentas globales; deseaba marcharme del país, incluso más, luego de la sesión con una alumna, bastante veterana de Inge, que daba la clase (la profesora solo aparecía hacia el final de la misma y presenciaba los últimos minutos; igual que una sacerdotisa que viniera a aprobar el modelo seguido del ritual). En aquellos días, en los que Milán Kundera nos enseñó a todos los cultos de la clase media mundial que el amor era antes un deseo de dormir con tu pareja que el deseo de tener sexo, los medios de comunicación discutían sobre el derecho al aborto con inusual frecuencia y había al menos un programa monográfico en cada cadena televisiva al mes; las dictaduras sí discuten sobre la posibilidad abierta de morir o matar; se trata de una de las escasas libertades que te ofrecen.

Me sentía muy responsable de todos los aspectos programados e imprevisibles de la operación del aborto, que se concertó con un doctor de apellido Thevenet que era muy famoso en esa época por practicarlo y por haber publicado un libro preconizando la legalización de aquel procedimiento médico. Cada vez que veía la cara de mi pareja, a medida que se acercaba el día de concurrir a la clínica, que se encontraba en Rivera y Brandzen, se me descomponía el estómago y me daba diarrea. La cabeza se me ponía dolorida y me daba la sensación de que iba a reventar; me proponía levantarme temprano por la mañana e invariablemente acababa durmiéndome hasta las doce del mediodía o las dos de la tarde. Al abrir los ojos, sentía los párpados pegados, el cutis agrietado y una acidez en la boca del estomago y un sabor espantoso en la lengua llena de sarro. Me costaba enfrentar el día a día. Y cada tarde, cuando llegaban las seis, tenía la sensación de victoria, como si hubiera matado un día mas y ya no había que sufrir en demasía hasta que llegara la noche y me tumbara de nuevo a dormir. Mi habitación en casa de mis padres se había convertido en una biblioteca, había eliminado una cama “muy elegante” según los criterios estéticos de mi madre y la había sustituido por un sofá cama plegable de color rojo tapizado con una suerte de cuero artificial al cual llamaban ridículamente con el nombre de “cuerina”; aquel cuero se te pegaba en la piel si te acostabas desnudo sobre el mismo y si te levantabas de repente te pegaba un tirón en la piel que realmente dolía. No pasaba largas temporadas en ese cuarto; como mucho iba tres tardes por semana a leer y a escribir, el resto del tiempo me lo pasaba en casa de mi pareja o en el centro en alguna cafetería o bien en la sala de teatro que hubiera alquilado nuestro director y aspirante a gurú, a quien yo admiraba sinceramente en aquella época, y que me permitía llegar antes a las clases y a los ensayos y permanecer dentro de su local para leer, escribir y tomar mate con quien allí se encontrara. Pero en general, si estaba lloviendo o hacía frío, me iba a la casa de mis padres, arreglaba aquella habitación y allí me quedaba. No me gustaba mucho la idea de tomar mate con otras personas y estarse toda la tarde compartiendo las babas bien visibles que colgaban de la bombilla. De hecho, cuando me preguntaban si me gustaba tomar mate, me apresuraba a aclarar que sí, que por supuesto, pero no tomarlo compartido; lo cual era, en aquella época, toda una declaración política, puesto que los militantes de la izquierda comenzaban a contagiar la mala costumbre, a toda la población, de llevar el mate a todas partes y tomarlo dónde sea y con quién fuere; con lo cual, si no compartías este hábito poco higiénico, pasabas a constituirte en una especie de traidor contrarrevolucionario, y eso a pesar de que nunca habías declarado ser al menos un revolucionario.

Mi novia me avisó de su embarazo de una manera dramática, como casi todo lo que hacía: cuando te relataba algo que consideraba serio o importante, entrecerraba los ojos, como si se dispusiera a relatar el mayor de los secretos de estado, y realmente, ella, si no se hubiera resignado a no conocer sobre qué mimbres se asienta el poder, hubiera conocido muchos secretos de ese género. Era hija de un asesor directo de Ronald Reagan, un tipo bastante execrable que se había hecho millonario con la adquisición del monopolio en el abastecimiento de cubiertos plásticos a una serie de compañías aéreas de los USA. Los fabricaba en Finlandia y los vendía en todos los estados de la unión. Mi novia estaba segura de que como judío y polaco había estado internado en algún campo de concentración, y basaba este conocimiento, no en el testimonio directo de su padre, sino en sus propias pesadillas, algunas de la cuales me tiraron a mi de la cama con un empujón o una patada. En las mismas, de pronto, la estaban fumigando para que no contagiara piojos u otras plagas realmente letales. Ya tenía la cabeza rapada, y lloraba copiosamente mientras la conducían a una sala de torturas de las que no existían en Alemania nazi sino más bien en las cercanías de nuestras propias viviendas, en lugares conocidos como 400 Charlie o Punta de Rieles. Unos lugares muy próximos de los cuales mi novia, de clase muy distinguida como era, había oído hablar, pero no los mencionaba: estos no salían en las producciones de Hollywood. Allí iban a dar con sus huesos los hijos de los obreros uruguayos y los mismos obreros la mayor parte de las veces, además de los intelectuales y otros profesionales que se habían entregado en algún momento a la lucha armada; y aunque sus gemidos y heridas se podían percibir en el dolor de sus parientes que deambulaban por las calles, ahora en algunas incipientes protestas que se realizaban por las principales avenidas, en las ojeras de sus padres, demacrados de años sufriendo, de insomnio pensando en el destino de sus hijos, mi novia emergía agitada de su mundo onírico porque un guapo comandante germánico la despertaba repentinamente con sus órdenes, con su mirada fija que le atravesaba la temblorosa quijada, el incipiente lagrimeo de sus ojos inestables, perdidos sin sus lentes de contacto.

—Mi padre debió estar internado en algún campo de concentración en Polonia, porque yo no paro de soñar con eso. Es espantoso, y mi psiquiatra no me dice ni medio de esto, que está bien mijita, que sí, pero que me tome la medicación.

Su doctora era la famosa Baquini, psiquiatra asesora de la dictadura, premiada en consecuencia con el cargo de directora nacional en el área de los llamados estupefacientes; esta doctora no miraba a los ojos a sus pacientes cuando los trataba y se la pasaba todo el rato restregándose la nariz con su regordeta mano izquierda con el objeto de parar el constante goteo que desde aquel órgano discurría, y que hacía pensar a los descarriados hijos de la clase media que venían a dar con sus huesos al departamento de inteligencia donde detenían y fichaban a los fumadores de marihuana que, la Vaquini, como la llamaban, era una adicta a la coca, cosa que los aliviaba, en su padecer ante el código penal de un modo ridículo, pusilánime y bastante desorientado, porque realmente la doctora no sufría nada ni le importaba un carajo el destino de esos desgraciados, víctimas exprés de la política del mismo Reagan de “combate” a las drogas, del “dile no”, creado por aquella señora ridícula que acompañaba en bata de cama a su marido a ver las antiguas películas del oeste en la tele munidos de un gran vaso de palomitas de maíz: Nancy Reagan.

…Si llegaste hasta aquí… no te preocupes… muy pronto continuará… mientras... puedes dejarnos tus comentarios