Dice la profesora Diana Uribe en uno de sus excelentes
videos de historia mundial en Youtube que la civilización china acabará
ejerciendo cierto modo del poder en la totalidad del planeta, debido a que su modo fundamental del
pensamiento procede del taoísmo; justamente debido a esto es que el pensamiento
dialéctico marxista prosperó en aquella geografía, con su esquema fácil y
comprensible (así como emparejable con el
taoísmo) de la tesis, la antítesis y la síntesis a las que, en una ola dialéctica
permanente, está sometido el devenir histórico.
Para el modo de trabajar con el propio cerebro —que no otra
cosa es el “pensamiento”— propio del taoísmo, la plena potencialidad está allí siempre
en la superficie de los objetos: un objeto o un evento puede devenir en un
resultado o en otro diametralmente opuesto, y como deriva de esto, quien permanezca
abierto a la múltiple potencialidad gana la partida. En Programación
Neurolingüística se dice que quien domina la mayor cantidad de opciones, domina
el sistema. El Occidente racional ha reducido esto a una conocida fórmula popular
que se dice con bastante desenfado en las universidades, y es aquella de que “la
información es poder”; hoy se puede afirmar que también constituye, no solo una
fuente potencial de poder, sino una fuente potencial de inutilidad total.
En nuestra propia tradición creada de pensamiento occidental,
la escuela de los sofistas y sobre todo Anaxágoras, es quien se hermana de un modo natural con
la tradición oriental, concretamente china. Con aquella idea, convertida en
máxima totalmente incomprendida de “el hombre es la medida de todas las cosas”
que es rápidamente comprendida en nuestro paradigma como una fuente de poder
para la raza humana. Cuando es solamente la capacidad de dar nombre a las cosas
y a los eventos.
La actitud taoísta es o sería: dejemos que las cosas sucedan
y luego veremos cuál es el nombre que decidimos para acompañarlas. Un auténtico
judo mental por el cual, de la fuerza de las cosas, yo decido su definición para
acompañar con esa misma fuerza a mi propio movimiento con las cosas y los eventos.
La doma educativa occidental ha convertido a las personas en
unos seres supuestamente “pensantes” que se han dejado de lado la capacidad de
espera magnifica a que las cosas se muestren. Quizás solo sean las clases
políticas las que han mantenido en ejercicio esta posibilidad de acción del
sistema nervioso. De ahí su constante cambio de discurso acerca de las cosas
que es tomado como una suerte de cambio de principios por las masas
adoctrinadas en un pensamiento que no es el de las élites. Al pueblo, a través
de las escuelas de adoctrinamiento social se le enseña a pensar por razones y
posibilidades racionales y de acuerdo, como máximo (pero esto en niveles
universitarios) con niveles de análisis multivariados. Los modelos que contemplan
la acción de un número amplio de variables, que se cruzan para producir
redacciones interpretativas, no nos acerca ni mucho menos a un modo de vivir en
el que nuestros modos de pensar estén en relación de congruencia con nuestros
modos de vivir.
Este entrenamiento social del pensamiento está en la base
del ponderado deseo de éxito que nos lleva a una incómoda presencia en cada una
de las etapas de nuestra vida, logrando así que las personas no estén nunca
contentas donde están y quieran estar en otro lado.
En la famosa novela “El hombre que se enamoró de la luna”,
de Tom Spanbauer, cierto personaje indígena estadounidense declara no soportar
a los hombres de raza blanca, por no estar nunca aquí sino pensando en algo que
van a hacer.
Dicho en términos zen, que es la escuela que nace en China
de la original combinación del tradicional taoísmo con el budismo que venía de
la India, utilizan la cabeza, los occidentales, para llenarla de contenidos. Y
olvidan vaciarla para que nazca el mundo lleno de potencialidades.
En el ámbito espiritual, por ejemplo, a veces una persona, aquejada de graves enfermedades o al borde ya de la despedida final por el
accionar de la propia edad senil, visita, con su ordenada mente racional llena de contenidos interpretativos y regidos estos de acuerdo a objetivos, a algún tipo de maestro para que lo “sane”, y resulta que
la sanación mejor es que muera ya de una buena vez, en paz.
Los parientes del cliente, en caso de que sean los
motivadores de tal extraño tipo de visitas, hay un normal deseo de que la
persona continúe viva, pero no para sí misma, sino para ellos. Con esos contenidos consultan. Y se enojan y
buscan la garantía, como si su pariente fuera una lavadora o algún otro tipo de
electrodoméstico. La vida y la muerte son inevitables; y la muerte y los
sucesos negativos, como parte de la vida, también.
Recuerdo un proceso de “sanación” de un hombre hace ya unos
veinte años, que, en su caso, implicó más y más y más pérdidas, la ruina total
y la recuperación por su parte de todas sus fuerzas dormidas para volver a
vivir con fuerza y dignidad. No era yo quien guiaba su proceso, pero recuerdo
que el maestro que lo hacía, de quien yo era alumno, lo guiaba con energía y
límites precisos y sin ceder ni un ápice durante los momentos más duros en
cuanto a exigencia.
Aquel hombre era un agente de bolsa y estaba acostumbrado a
un tren de vida descomunal; tenía varios coches, un apartamento de trescientos
metros cuadrados en una importante ciudad española, una esposa valorada por lo
bella que era y por su honrosa procedencia social; con ella tenía dos hijos
pequeños y el hombre se gastaba miles y miles en cocaína para poder mantenerse
en el nivel de auto exigencia que se había impuesto. Por esos años se había
producido un famoso crimen múltiple, en el cual otro empresario, muy adinerado,
quebró y al verse en la ruina, no se atrevió a confesarle la situación real a
su esposa, decidió en cambio tomar y tomar dinero de sus clientes hasta
provocar un agujero financiero insostenible equivalente a unos treinta y seis
millones de euros. Ahogado por el sofoco monetario y sin valor para confesar a
su mujer la situación, mató a su joven y bella mujer y a sus dos hijos de no más
de diez años de edad. Esta anécdota, obraba como una maldición, entre muchos
integrantes de la clase alta española que, como nuestro conocido, se veían en
la bancarrota.
Aquel hombre, en cambio, optó por la vida y se fue a ver a
nuestro querido maestro. No conozco los pormenores, absolutamente privados, del
trabajo que realizaron juntos, pero sí sé que aquel hombre durante meses, casi
un año, envejeció y rejuveneció varias veces, fue viendo su declive, comenzó a
aceptarlo, abandonó ciertos consumos nocivos, afrontó con valor la vergüenza que
él experimentaba y confesó a su mujer la situación a la que se verían
enfrentados. La mujer lo abandonó y se llevó a los niños, sacó de algún
reservorio que tenía guardado toda una serie de recriminaciones, dolor, rabia,
juicios, denuncias y ofensas y se las echó a la cara y, a pesar de ello, él no
murió ni se abandonó, solo respiró profundamente y cada día enfrentó el hecho
de presentarse a nuevos juicios, vender objetos hasta ahora preciados, deshacerse de
la utilería que constituía su vida hasta ese momento. Y en las sesiones
colectivas de la enseñanza, en las que coincidía con él, lo veíamos cómo cada
día le costaba más intentar aquella máscara a la que nos había acostumbrado
desde que lo conocíamos, por la cual “todo iba bien”, su rostro se llenó de
dolor, de un dolor que parecía iba a destruirlo y en algún momento hizo el
famoso “click” por el cual rompió definitivamente su identificación con todo
aquello que le sucedía y entregó el tráfago de eventos al rio poderoso de la
vida para que lo arrastrara y se lo llevara en su potente cauce. Rompió en definitiva con los contenidos y con las expectativas subsecuentes. Se marchó a
vivir a un apartamentito modesto en un barrio popular de su ciudad donde llenó, los armarios y varias cajas, en su mayor parte, con toda su ropa lujosa, elemento
central de su disfraz social que le permitía en otro tiempo abrir las puertas y
los contactos necesarios. Comenzó a pagar sus deudas multimillonarias. Para
negociar esos pagos le fueron muy útiles sus capacidades vivas de negociador,
solo que ahora no engañaba a los otros y sobre todo no se engañaba a sí mismo.
Había sido, dijo en una sesión colectiva inolvidable —para
mí—, un miserable con ropa y coches caros. Y ahora, reunido con un heterogéneo grupo
de personas de las más diversas extracciones sociales, confesaba con mucha
sinceridad, que se sentía rico. Recuerdo, en la rueda del compartir, que un
chico declaró cuando le preguntaron qué sentía: “Siento placer de que le vaya
mal, y entiendo que esto es lo que me mantiene frenado, el odio que siempre
sentí y me inculcaron en mi familia contra los ricos; en el fondo: pura envidia”.
Se le agradeció su particular descubrimiento y recuerdo la reacción de nuestro
amigo aparentemente “en desgracia”: “Tal vez yo me odiaba más a mí mismo que
nadie. Por eso vivía como lo hacía”. Recuerdo sobre todo la sinceridad extrema
de cada uno para consigo mismo. Y el poder respirar con amplitud a esa altura.
En cada respiración inalterada por los sucesos externos, o
alterada, pero con creciente conciencia de esa alteración, se abre paso el mundo
de las potencialidades infinitas, ese mundo en el cual la medida de lo que
sucede en mi entorno, es un nombre que yo le adjudico a ese mundo y a esos
eventos.
En los sucesivos meses y sesiones, aquel hombre se inventó
un nuevo modo de vida más a su medida y más sano para él y para los otros, algo
en lo que se encontró cómodo y que realmente le gustaba desde siempre, abrió
una pequeña cadena de comidas. La clave de la cadena era un elemento simbólico
que a él sí lo removía, la cocina estaba instalada en medio del restaurante a
la vista de todos los comensales, esto implicaba un gasto extraordinario en
excelentes aparatos de extracción de humos con el objetivo de no saturar la
ropa de los clientes con los aromas de la comida. Para él significaba muchísimo
y cuando presentó el plan al grupo sus ojos brillaban de gozo, significaba que
ahora estaba a la vista, que era transparente y que si un cliente se disgustaba
con un sabor o se indigestaba con algo, él estaba allí para hacer frente y
responder; algo que en su modo de vida irresponsable anterior nunca había experimentado.
Todos recordábamos cuando vino por primera vez, y el maestro luego de escuchar
atentamente su caso, le dijo “Muy bien, toma asiento y respira, de momento has
logrado convertirte en un miserable y un farsante, vamos a ver qué sacamos de ti”.
Estas expresiones no le sorprendieron, no tenía nada que
defender de su antiguo ego, el cual había decidido tirar a la basura junto con
todas sus particulares creencias; aparte de que como “bussines man” estaba
acostumbrado a llamar a las cosas por su nombre y no andarse con estúpidos
rodeos. Algo que muchos de nosotros, hijos de la clase media asustadiza y
veleta, deseábamos aprender: salir del continuo auto engaño.
Por esos días llegó a Barcelona Bob Mandel y en un glorioso
taller me espetó a la cara el siguiente feedback: “tu estas en una actitud de
autocomplacencia”. Yo me quejaba de no tener disciplina para conducir mi propia
empresa. Me preguntó si alguna vez había trabajado para otros, como empleado,
durante ocho horas, mi respuesta fue “no”, solo un par de ocasiones y nunca más
de unos meses. Su terapia para mí fue que me empleara en una empresa de lo que
fuera, e hiciera las ocho horas para aprender autodisciplina. Así me metí en un
proceso que duró más de los tres años recomendados. Pero aprendí, entre otras
cosas, además de los continuos engaños del ego, a trabajar por un bien mayor a
mi humilde personaje quejoso, a hacer frente a las personas que vienen con
malas intenciones y solo poseen como recurso esas aviesas actitudes. Aprendí a
preguntarme en cada caso cual es el bien mayor, que a veces implica pasarlo mal
durante un tiempo. Observé cómo mi ego indoblegable se rehusaba a participar.
Se la pasaba diciéndole a todo el mundo que estaba allí por un tiempo por un motivo
terapéutico. Es decir: estoy en este pantano pero no me voy a ensuciar. Y un
día, cierto señor bastante desagradable me soltó a la cara: “sí, todos dicen lo
mismo y acaban muriéndose aquí antes de jubilarse”. Qué golpes para un ego
joven y sólido. Entendí en mis carnes aquella famosa frase de Gandhi en la cual
dice que la mayor parte de las cosas que hacemos a diario son inútiles, pero
hay que hacerlas. Y llegué a hacerlas con autentico disfrute. Mientras me
preparaba y me preparaba sin cesar en las más diversas disciplinas espirituales
y de coaching. Recuerdo que un día me encontré con el antiguo agente de bolsa.
Me invitó a comer, le conté mi caso. Me dijo, me haces acordar a mi cuando no
quería mezclarme con ciertas personas, no aceptaba que estaba donde estaba, y
mientras no aceptaba que estaba donde estaba, no podía ver otros escenarios.
Esto nos pasa, agregó, a quienes crecimos sin religión. No tenemos un hilo de
sentido debajo que nos guíe, tenemos que recuperarlo o inventarlo. Pero no te
preocupes, te veo bien y enfocado. Pronto verás que fácil es volar.
Aquel día di las sesiones que daba en mi consulta en casa,
con renovado ánimo. Los clientes lo veían, porque me preguntaban si había
recibido buenas noticias. Recuerdo aquella tarde vagamente nublada, como si
hubiera estado todo el tiempo envuelto en una nube de algodón mullida que me
protegía y me guiaba y me aportaba una consistencia de nuevo tipo. Estuve en trance todo el día. No solo inducía
trance en los clientes sino que yo estaba e un amable trance autoinducido; el
estado ideal que recomienda Erickson para trabajar las veinticuatro horas del
día.
No peleaba con mi vida, estaba de acuerdo en estar donde
estaba, un momento de mi experiencia vital. La plena potencialidad.
Al día siguiente me esperaban agradables noticias en el
trabajo: me despedían y me pagaban la justa indemnización por los años
trabajados. Aquella cantidad de dinero que yo deseaba ahorrar para potenciar mi
consulta me la entregaban las fuerzas de la vida multiplicada. Y lo más fuerte
es que me di cuenta de que en el fondo no necesitaba para nada esa cantidad. Que
igualmente podría salir adelante. Había aprendido a cambiar, a guiar el cambio
en otros, por dramático que a veces pareciera, y poseía una ciencia o más bien un
arte que en el futuro mercado en plena destrucción y reconstrucción iba a ser
una de las profesiones más requeridas, algo para lo cual la enseñanza de
acuerdo a fines y de acuerdo a pasos racionales, no tiene respuesta. La
respuesta que Habermas, en “Las crisis del capitalismo tardío”, identifica como
la falta de significado; lo único que las agencias estatales no pueden
proveerle al individuo.
Este, el significado, nace en el núcleo exacto de la plena
potencialidad.
Xalapeños Ilustres 88, Col. Centro Xalapa Veracruz. México
Tels: 2281 82 88 84 & 2281 78 07 00
No hay comentarios:
Publicar un comentario