martes, 15 de noviembre de 2016
La vocación como modo de reparar el destino de nuestros ancestros
La vocación como modo de reparar el destino de nuestros ancestros
La vocación se puede
definir como aquello a lo cual uno se entrega y lo profesa con felicidad y un
cierto sentido de autorrealización. Los conceptos de vocación y el de profesión
poseen un origen religioso vinculado a la revelación. Y el propio proceso de
escogerla, aunque desacralizado, revela, a poco de mirarlo, unos rituales y un
modo de hacerlo propios de la vía religiosa y/o espiritual.
La afirmación de que
los seres humanos somos seres espirituales en un envase de materia, no es una
mera expresión retórica. La totalidad de nuestra acción significativa posee un
trasfondo que puede llamarse legítimamente espiritual. Somos seres que le damos
significado sobre un trasfondo virtual a nuestra actividad y ese significado
inscrito en un cielo conjetural aspira a la trascendencia. A la otorgación de
una cierta importancia y significado a nuestras acciones.
El acto de escoger la
profesión o la vocación de uno se ha mecanizado en el mundo moderno
capitalista. El trasfondo significativo se ha vuelto menos trascendente, y así
se inscribe en él un conjunto de aspiraciones, ideales y objetivos de tipo
monetario, otros como la comodidad, el esfuerzo o la reducción del mismo, el
prestigio social y la apariencia. Esa es la trascendencia en el mundo de la
escogencia vocacional y/o profesional. Son significados provistos desde el
estado o la sociedad y están en cierto modo predeterminados; operan como un
ritual en la vida de los hombres. Eric Berne, fundador de la corriente de
análisis transaccional, afirma que la persona que participa en un ritual puede
no poner en juego sus desempeños emocionales. Puede vivirlo, pasar por él igual
que por una autopista y no implicarse. Así, son rituales el de matrimonio, el
de noviazgo, cualquier modelo establecido como legítimo de ascenso social, el
proceso de convertirse en profesional de alguna disciplina, la agonía, el
proceso de envejecimiento. Todos procesos vitales o socialmente aprendidos que
pueden ser vividos desde la autenticidad emocional, pueden ser vividos como
procesos rituales. La novela “La muerte de Iván Ilich”, de León Tolstoi, narra
en cierto modo cómo una persona, el protagonista, pudiendo vivir una vida plena
y llena de significado, opta por vivir una vida ordenada de acuerdo a cánones
externos, procedentes de la sociedad en la que se encuentra inmerso, perdiendo
así la vida, la gran vida. En realidad, aunque Iván Ilich acaba muriendo en la
narración, debería decirse que estuvo siempre muerto.
Contra viento y
marea, a veces han surgido personas tenaces que, para poder vivir su propia
vida, se han enfrentado a su medio y han creado, a partir de lo heredado y
formal, formas nuevas. Se diría que a partir de lo malo han hecho algo bueno.
Es famosa la
profesión de escritor por sus clásicos enfrentamientos entre autores y su
familia, entre autores y su sociedad, entre autores y su propio país. Tensión a
partir de la cual en muchas ocasiones se crea una obra magnífica. Joyce es
probablemente el caso más sonado de desavenencia y desapego respecto de la
sociedad de origen (Irlanda) y el
desarrollo de un genio sin par, expresado en obras magnificas. En ocasiones los
escritores también descubren o revelan a partir de su obra importantes secretos
familiares, grupales o sociales que lo cambian todo. Últimamente, John Lanchester,
en su libro “Novela familiar”, revela cómo descubrió los grandes secretos de
sus propios padres que acabaron en su nacimiento y en una truncada vocación
religiosa. A.M. Holmes, en “La hija de la amante” da cuenta de su propio origen
como niña adoptada e indaga, haciendo una profunda investigación.
La vocación de
escritor es una profesión profundamente reparadora. En el diccionario se habla
de acción de “desagravio y de satisfacción completa de una ofensa, daño o
injuria”. En términos terapéuticos, “reparar” y “sobrecompensar” (concepto
procedente de la disciplina conocida como “rebirthing” o “renacimiento”) viene
a hablar de una acción en parte o completamente inconsciente mediante la cual
un individuo intenta, en vano, (este es el elemento clave: la inutilidad del
acto) reparar algo que está maltrecho en su psique o en la psique colectiva del
grupo familiar, nacional, racial, al que pertenece. Para hacerlo, entra en una
carrera sin fin que implica una constante fuga hacia adelante sin solución
posible que traiga nuevamente la paz psíquica, ni al individuo ni al grupo.
Una vez concluidas
las dictaduras latinoamericanas de los setenta y ochenta, se iniciaron
diferentes procesos de reparación a los presos políticos y a las familias de
los mismos, así como a las familias de los torturados y desaparecidos de la
época. En algunos casos, los perpetradores se encastillaron en la sensación de
poder y sus creencias personales de la época en que cometieron u ordenaron esos
crímenes de lesa humanidad y les ha tocado vivir distintos tipos de desagracias
familiares. Suicidios de parientes, hijos, etc. Ese acto inconsciente de sus
parientes e hijos es un acto negativo, en tanto atenta contra la vida, e
inútil, que intenta de modo inconsciente y no logra reparar una culpa transmitida
entre generaciones.
Se dio asimismo el
caso de muchas personas que teniendo parientes o amigos presos en condiciones
infrahumanas, no pudieron soportar la inmensa culpa de estar libre y no vivir
en carne propia el daño y acabaron con sus vidas. Este es otro modo de la
lealtad y del amor que Hellinger, creador de las constelaciones familiares,
llama “amor que mata y enferma”.
En todos los casos,
como puede apreciarse, hay un intento de reparar algo pero hay una suerte de
exageración en el modo de compensar que lleva a nuevas tragedias o hechos
desagradables. Esa exageración es propia de una emoción de carácter sistémico.
Se extralimita en su expresión dramática y en sus efectos reales en la
existencia humana.
En cualquiera de los
casos, la solución de la restauración de la paz y el fluir del cariño, no se
instala. Hay una prolongación del drama y la adicción al mismo.
Los escritores, de
muchos modos, funcionaron en la era moderna como grandes reparadores del dolor
familiar, racial o nacional. Y restañaron las heridas de la tribu de muy
diferentes y originales maneras.
Del mismo modo, hay
mucha gente en muchas otras profesiones que se encuentra ahora mismo realizando
una vocación en la que está metida casi exclusivamente para reparar o
sobrecompensar un drama o una culpa sistémica, procedente de su familia o de
otros sistemas. Está agotando así una rica energía vital en mantener en pie una
estructura de la personalidad, anclada en músculos, arterias, venas, huesos y
órganos, que un día le pasará la cuenta. Y la pasará mediante hechos que
aparentemente proceden del mundo exterior: accidentes, problemas de diferente
gravedad o importancia, circunstancias limitantes, estados emocionales bloqueantes,
etc.
Una persona puede
encontrarse ejerciendo una vocación para la que no está llamada y para realizar
un mandato por el cual su sistema (familiar, racial, nacional) le está
exigiendo un costo personal muy elevado.
Eso no significa que
deba cambiar, sino que debe mirar qué está sobre-compensando, con qué antepasado
tiene una deuda energética y emocional contraída, y la suelte en un proceso que
es psicorporal.
A partir de allí,
incluso el cambio radical de profesión resulta fácil.
Yo mismo, de pequeño
fui testigo implicado y adolorido de cómo un pariente mío se dedicó a estudiar
tres carreras porque otro pariente lo había hecho y porque su padre se lo
exigía. También le reprochaban de continuo el que no tuviera una pareja estable
y se casara. El resultado de todo esto es que ese familiar se pasaba el tiempo enfermo
en medio de sus éxitos exclusivamente profesionales. Nadie en nuestra familia
conectaba una dimensión de su vida (frustrada) y la otra (aparentemente
motivadora). Se decía simplemente que era una lástima que tuviera tan mala
salud. Esa era la explicación del fenómeno que se daba a sí misma nuestra
parentela; no sé y a esta altura tampoco importa realmente conocer a qué
extraños y misteriosos mandatos sistémicos obedecía aquel comportamiento. El
caso es que cuando aquel pariente mío acabó sus tres carreras con éxito y
obtuvo unos ahorros que le permitieron mantenerse durante el tiempo que dura
estudiar una carrera, se dedicó a estudiar la profesión que realmente él más
amaba, más modesta, no tan pomposa, pero la que a él le satisfacía; a partir de
ese momento recuperó su salud, que había estado baldada durante todos los años
en que estuvo realizando actividades que no iban con su yo profundo y las
exigencias de su alma. Y para coronar el pastel, a poco de comenzar en su nueva
profesión, conoció a una chica con la que finalmente sí se casó.
Este caso que
presento aquí, en cierto modo, muestra cómo actúa la reparación. Este es un
caso de lealtad aunque esta le conduzca a la muerte o al menos en este caso a
la enfermedad física. Y el elemento reparador aparece en esa acción
inconsciente de estudiar durante mucho tiempo tres carreras que casi no se van
a ejercer y en el aspecto de autocastigo que esto implica hay también una
reparación respecto de alguien que debió vivir esa circunstancia en otra generación.
Con su inexplicable accionar inconsciente y auto-castigador seguro estaba dando
vida a “otro” que fue excluido de su sistema y que vuelve a la vida de ese
modo. Manifestándose en la de un descendiente.
Voy a contar un caso
famoso que se desarrolla me parece en Canadá. En cierta época, un señor es
despedazado por una manada de lobos. Su hijo se convertirá con el paso del
tiempo en un afamado carnicero al que concurrían a comprarle sus productos
desde otras poblaciones por la calidad de sus “cortes”. Esto es una reparación
en toda regla. En este caso además conduce a la persona al éxito, lo que no
sabemos es cuán satisfecho estaba de su éxito. Este señor, carnicero de
profesión, a su vez, tiene un hijo y éste se convierte en unos de los más
importantes cirujanos plásticos del país. Otro especialista en “cortar la carne
humana”; y valen para él las mismas observaciones que para el dueño de la
carnicería. En nuestra existencia vivimos buena parte del tiempo reparando por
hechos que proceden de nuestro sistema familiar, racial o nacional, gastamos en
ello una enorme cantidad de energía. Y desperdiciamos nuestra verdadera vida;
la que nuestra alma tenía reservada para nosotros. Y que por la rigidez y los
miedos propios de la personalidad del ego configurado en esta existencia
logramos o no salir al fin de la jaula del mismo y de la historia personal.
Pasamos por la vida
como un jugador profesional que ante la mesa de juego se encontrara
distorsionado en su desempeño excelente por un molesto embaucador y fullero que
sólo deseara hacerle perder.
Perdemos nuestras
sucesivas manos y el juego final, escuchando una versión de nosotros mismos que
nos es insuflada al oído por un visitante pernicioso que no desea nuestro bien.
Realmente, el diablo de la mitología católica. El “antiguo enemigo” que muestra
la película “Phantoms”, una sustancia ectoplasmática que se nutre de nuestros
pensamientos replicándolos e impidiendo que salgamos de la captura de los
pensamientos a la que hemos sido sometidos.
Se sale de allí con
un movimiento de restauración de la fluidez y la facilidad que se da en una
acción psicofísica.
Mientras estamos
dentro de ese “Matrix”, ni nuestras palabras son nuestras. El lenguaje habla a
través nuestro, la tradición habla a través de nosotros. Nuestro caso configura
cada expresión de nuestra vitalidad y la convierte en pura gasolina destinada a
una hoguera ajena. Estamos realmente “tomados” por la “instalación foránea”
mencionada por Carlos Castaneda.
Ahora narraré cómo
salí de mi primera profesión, la de “escritor”, para instalarme progresivamente
en otra profesión más acorde a mí y a mi destino y cómo esta solución implicó
un cambio en la perspectiva con la que vivía mi primera vocación y en una
reformulación de la misma en la cual ya no estoy reparando sino disfrutando.
Esta es una de las
grandes claves. Cuando se está reparando en la profesión, no se es feliz. Se es
excesivamente grave, ampuloso, exagerado, comedido, o bien tímido,
excesivamente escrupuloso a grados que uno no acaba nunca de proyectarse como
profesional. En cualquiera de los casos, la profesión se encuentra bajo el
bombardeo constante de un sabotaje interno muy poderoso y no produce
beneficios, ni económicos ni emocionales. Puede que los produzca económicos
durante un tiempo y, según el grado de drama implicado en la reparación, ese
beneficio económico se va al traste con más o menos aparatosidad.
Desde muy joven,
diecisiete años de edad, tenía claro que quería ser escritor, que deseaba
expresar dramas sentidos en mí, darlos a conocer de alguna manera públicamente,
en la seguridad de que así se “limpiarían”, no volverían a producirse en mi
propia vida, y también que otras personas de lugares lejanos o cercanos al
tener conocimiento de mis narraciones o ideas sentirían alivio para sus propias
vidas y tendrían un modo nuevo de
contemplar sus propias experiencias.
Sentía en términos
generales que había vivido una vida que en cierto modo era original y que debía
ser dada a conocer públicamente. Que otros debían saber lo que me había
sucedido. Aquel pasaje de la biblia que dice “Porque no podemos dejar de contar
todo cuanto hemos visto y oído”, era una suerte de lema de mi existencia.
Con el paso del
tiempo y los sucesivos aprendizajes, conseguí colocar en sus justos términos la
dimensión testimonial y en cierto modo terapéutica de las obras de arte
escritas y de las obras de arte en general.
Emigré a España,
siguiendo en cierto modo el mandato casi arquetípico del escritor que debe
vivir un tiempo o el resto de su vida en otra cultura para así ver mejor o
desde otra perspectiva el contexto de su biografía pasada y de su obra. Sólo
años luego, en talleres de constelaciones familiares, escuché a grandes maestras
decir cosas como “antes, la gente que cambiaba de lugar de residencia podía ser
considerada emigrante o exiliada; ahora, podemos afirmar que la decisión
procede del alma, incluso si la decisión está inmersa en un contexto de crisis
masiva. Es el alma la que emigra y el traslado lo es para el autoconocimiento.
Las almas se trasladan para evolucionar”.
También llegó hasta
mí la siguiente información: “Concurrimos a lugares donde tenemos deudas
kármicas y asuntos a solucionar. Y a medida que nos vamos refinando en nuestra
percepción espiritual y en las demandas de nuestra propia vida espiritual,
comprendemos a qué hemos ido a un sitio o a otro, a realizar qué tareas”.
Cuando se despierta
al fin el yo interior espiritual, podemos determinar con precisión exactamente
cuándo comienza y cuándo acaba una tarea en un cierto sitio. No obstante, hay
almas que no necesitan del traslado para solucionar sus asuntos en todos los
sitios y en todas las dimensiones de la existencia.
Durante los primeros
años de mi estancia en España, mi propósito central era escribir y escribir y
tener experiencias nuevas que me aportaran vivencias significativas para
trasladarlas a la obra escrita. Pero con el tiempo las experiencias no me
alcanzaban porque el significado de las mismas estaba restringido a unos pocos
modelos de interpretarlas de los cuales yo me había provisto o había ido
adquiriendo de un modo en buena parte inconsciente a lo largo de mi vida.
Mi literatura ya no
me “funcionaba”, no sentía alegría al escribirla, no lograba expresar lo que
deseaba, muchas de las prosas que brotaban de mí no alcanzaban a llenarme y
dejarme satisfecho y buena parte de las mismas tenían un tono vindicativo
cuando no directamente vengativo, parecía que quería “poner las cosas en su
sitio”. Restablecer un cierto equilibrio.
Estaba reparando con
mi profesión; y reparando no se obtiene un éxito interior sentido por la
persona. Gracias a dios, mi alma había tomado el mando hacía tiempo y me guiaba
con certeros pasos Al tiempo que me ponía a estudiar escritura creativa en
talleres de los habituales, me interesé con pasión por la evolución personal e
hice talleres y cursos continuamente. Me iba la vida en ello. Había momentos
del día en que no hubiera podido mantenerme en pie si no hubiera sido porque
estaba en procesos continuos de crecimiento personal. Algunas personas me
preguntaban cómo podía hacer tantas cosas y lucir tan descansado y yo
contestaba “tú te duchas todos los días, ¿verdad? Pues a nivel espiritual debe
hacerse lo mismo”.
El día de la gran
verdad, luego de años de búsqueda, me llegó en un taller de constelaciones
familiares. El famoso constelador que facilitaba el proceso me preguntó ¿dónde
nació tu abuelo materno?
Y he aquí que el dato
más obvio, que siempre lo había tenido delante, no me había caído hasta ese
momento como una evidencia contundente y significativa. En Catalunya, donde yo
vivía. “¿En qué población?” preguntó el constelador. Al contestar, la persona
que representaba a mi abuelo, dijo: yo soy de ese mismo pueblo. La probabilidad
de que, en una sala con varias decenas de personas, hubiera alguien procedente
de aquel pequeño pueblo donde había nacido mi abuelo era remotísima. Me di
cuenta inmediatamente de que nunca jamás había conocido, en los años que
llevaba en España, a alguien nacido en esa localidad. La probabilidad de que
esa persona única entre varias decenas presentes aquella noche fuera escogida,
por el terapeuta, “al azar” para
representar a una paisano suyo nacido hacía más de un siglo era millonésimamente
remota. Sin embargo, allí estaba, llamando
a la puerta de mi conciencia, para que mirara donde tenía que mirar. Yo estaba
viviendo desde hacía catorce años en el mismo país que mi abuelo sin entender
bien por qué ni para qué y preguntándomelo de continuo. A tal punto que en la
escuela de escritores a la que concurría había comenzado a escribir una novela
cuyo título era “El viaje ajeno”, haciendo referencia con el mismo a la
sensación, experimentada por mí de continuo, de estar realizando en la vida un
viaje de otra persona y no el mío propio.
Allí mismo comenzó a
desenhebrarse la madeja, aún no tenía conciencia de hasta qué grado y con cuáles
asombrosas consecuencias y ramificaciones sin fin. Allí entendí por qué otra
consteladora me decía continuamente que cuando me miraba a los ojos veía a dos
personas y que una de ellas estaba muy enojada y quería ya de una vez ser
liberada. Y al decirlo, según ella, esa persona se removía dentro de mí con
furia y la miraba desde mis ojos con cierto matiz de amenaza.
En esos años toda mi
literatura cambió, se volvió más amable, más humorística, más comprensiva, y en
cierto modo más llena de sabiduría. Cierto aplomo me ganó y de pronto el éxito
como escritor dejo de ser importante para mí y si pasó a convertirse en una
meta significativa el éxito en integrarme emocional y espiritualmente. Escribir
desde el placer y sintiendo que generaba con mis letras comprensión y una
visión más elevada en quienes me leyeran.
En esa época, un
personaje de una novela que estaba escribiendo, llegó a decir, apareciendo las
palabras como brotadas de ese pozo sin fondo de la imaginación que siempre te
sorprende: “A cierta edad la sabiduría no es una opción, es una obligación”.
Algo en mí se había
serenado de un modo radical. Y en ese momento, empezaron a producirse otra vez
éxitos para mí y debidos a mi trabajo, pero vividos de un modo tranquilo. El
éxito no lo vivía como una amenaza a mi seguridad o una posibilidad que podía
desequilibrar la totalidad de mi vida.
Escribir dejó de ser
prioritario y en cierta ocasión pude pronunciar en voz alta unas temidas
palabras que mientras estaba totalmente identificado con mi primera profesión,
jamás habría podido decir. “Puedo dejar de ser escritor”.
A día de hoy puedo
dejar de ser cualquier cosa que sea porque mi ser ha nacido y no depende de lo
que haga.
Cobré conciencia de
que la profesión escogida, venía con una cantidad de creencias protectoras,
actitudes, tics mentales, auténticas taras del comportamiento y la actitud,
funcionamientos diversos en automático. Cobré conciencia radical de que al
adquirir mi vocación, había adquirido junto con ella un idioma propio de la
misma y una serie de inercias anquilosantes que por algún motivo sólo había
decidido ver en otras profesiones y no en la mía. Me di cuenta de que para
escribir creativamente lo más importante no era tomar posesión y dominio de una
serie de instrumentos y estrategias técnicas, sino que lo más importante era
tomar dominio y gestionar las propias convicciones y creencias más arcaicas y
remover las limitaciones emocionales.
Había entrado en
escena en mi vida el “coach”, mi segunda identidad profesional, una identidad
más cómoda para mí, que nacía por segunda vez, en la cual podía estar expuesto
y vulnerable de modo radical a la revisión continua. Aprendí flexibilidad. Adquirí
como hábito la actitud de apertura al cambio pero anclada en el cuerpo y no
solo en el ámbito del pensamiento como una suerte de información más que
quedaba bien decir en voz alta pero que no era una vivencia visible en mí.
Esto ocasionó una
lucha y una armonización entre mi antigua identidad de escritor y la nueva de
coach. Cómo mantenerlos vivos a ambos en el la misma habitación y hacer que el
uno y el otro rindieran al máximo sin incongruencia para mi persona.
El “escritor” era
negativo, y se jactaba de ello, tenía un humor negro muy cruel y se jactaba del
mismo, el escritor estaba hiperprotegido de capas y más capas de cultura e
información, detrás de las cuales podía vivir o fingir vivir y ocultar muy bien
su dolor; el “coach” que aprendía a ser, al comienzo, iba de acuerdo a ese
escritor lleno de dolor, se cubría de capas y más capas de petulancia y esa
supuesta pro-actividad arrasadora que aplasta y le da lecciones a los otros,
lecciones que hacen aguas porque se ve el dolor debajo, que tanto se nota en
tantos y tantos coachs. Ese “escritor” que yo era y ese “coach” que comenzaba a
desplegar sus cualidades en mi persona eran una creación más de la personalidad
del “ego”, un instrumento para continuar protegiéndose del dolor y del placer
de vivir. Ambos estaban creados desde la llamada “fuerza de voluntad”; la
fuerza más débil existente, la de frutos más efímeros.
Un día de 2008
durante el desarrollo de un taller, me encontré de pronto con toda la fuerza
explosiva que alimentaba a ambos intentando hacer una vez más lo de siempre, y
gracias a mi dedicado trabajo hasta ese momento pude ser autoconciente. Pude
parar la respuesta inercial que siempre se producía del mismo modo. Ante la
pregunta de una participante en el taller que me irritó, pude sentir dentro de
mi todo el dolor antiguo acumulado que seguía haciendo trastadas, pude sentir
toda la petulancia con que revestía e intentaba disimular estas fugas de
emociones desagradables, puede contemplar a la otra persona realmente como
alguien independiente de mí y que más allá de mis suposiciones, sólo tenía un
interés particular y especial en hacer aquella pregunta y vi también que por
muchas especulaciones que yo hiciera o por buenísimas que fueran mis
estrategias para leer lo que aquella persona hacía como una suerte de acción
distorsiva y molesta, lo único que yo podía hacer era manejar lo que a mí me
pasaba. Respiré hondo toda mi violencia, respiré y contesté y responder a la
interrogante fue aún peor, porque aquella persona solo me dijo que no había entendido
nada de lo que yo le decía.
Entonces me vi a mi
mismo, un instante antes de responder, y pude sentir aún las oleadas de miedo y
de inestabilidad reinantes en mi cuerpo. Y supe que ni como escritor ni como
coach ni como persona “tenía que hacerlo bien”. Supe que podía decirle que no sabía nada
acerca de lo que me preguntaba, que eso no me haría peor persona ni docente
sino todo lo contrario, me haría ganar en humanidad. Pero el caso no era de
saber o no saber, era de incomodidad. Era que yo quería irme luego de un largo
taller y aquella persona me hacía una pregunta muy sesuda y profunda como para
responderla en dos minutos. Y eso me contrariaba y hacía que lo juzgara con los
peores tintes.
Le dije que le
agradecía la pregunta porque me devolvía a la esencia de ese taller y de todos
mis talleres. “Tú, le dije, no has entendido mi respuesta porque yo no te he
respondido. Como es tarde y me quiero ir de una vez, lo que intenté fue
avasallarte, callarte, aplastarte. Se mezclaron en mi respuesta el deseo de
quedar bien y el de decirte de modo implícito: no me molestes más, adiós, ahí
te quedas, con mi respuesta, para que veas que brillante soy”.
Pero no resulté nada
brillante, aquel hombre me mostró mi estado.
Y no entendió nada de
mi supuesta respuesta.
Desde aquel momento, el ritmo interno de mi vida se enlenteció y escuché y percibí en general con
más paciencia y claridad mis propias interacciones con los otros.
Tampoco el coach que
nacía en mí necesitaba ser mejor porque tampoco necesitaba reparar nada.
Héctor D'Alessandro
Héctor D'Alessandro
escritor y coach
Los invito a inscribirse a la próxima formación de la en
Constelaciones Familiares y Organizacionales
Puedes comenzar tu proceso de inscripción puedes comunicarte a este teléfono:
2281 78 07 00
viernes, 4 de noviembre de 2016
domingo, 25 de septiembre de 2016
jueves, 25 de agosto de 2016
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