En cierta ocasión, un alumno lleno de juventud y ambición,
de los que se creen más listos que todos, se acercó a la escuela de Nasrudin;
comenzó sus estudios, meditaba y aunque se distraía, el maestro lo alentaba
poniendo el acento en los breves momentos en que lograba una intensa
concentración, con el objetivo de que esos instantes crecieran y se
estabilizaran. Notó, su larga experiencia le impedía no darse cuenta de ello,
que el alumno tomaba estos intercambios de motivación como premios que se iba
poniendo en el pecho. Su respiración henchida en esas cortas interacciones lo
delataba; estaba deseoso de salir de la escuela cada fin de semana e ir a
mostrar a su barrio todo lo que había aprendido y mostrar sus capacidades a los
neófitos.
Muy pronto, los neófitos le pidieron que les enseñara a
ellos esas habilidades nuevas que poseía y se puso manos a la obra de
inmediato, con gran intrepidez, a hacerlo. A la
salida de cada clase se iba a repetir la lección ante su discreto
auditorio. Incluso se ponía a imitar a Nasrudín, momentos en que todos reían
juntos, como si se tratara de una gran gracia.
Pero, pasaba el tiempo y el alumno cada vez sabía más y cada
vez quería y admiraba más y más a Nasrudin. Se sentía como un traidor y esto
perturbaba sus meditaciones y afectaba de un modo notorio su actividad, tenía
cara de sueño en plena tarde y no descansaba por las noches. Sus alumnos, por
las cuatro monedas que le daban, le exigían con acritud más y más enseñanzas, y
el malhumor crecía en ellos al ver que no podían alcanzar ni por asomo las
capacidades de su pequeño maestro improvisado.
Este se amargaba, asimismo, inmerso bajo la ola de opiniones
de su séquito, un grupo al que cada día detestaba más y más; sólo hacían que
preguntarle “Y ¿Nasrudín, tu maestro, está casado? ¿Y no utilizará por
casualidad algún instrumento mágico para la enseñanza y no te das cuenta? ¿Y no
utilizará algún hipnótico truco que tu desconoces para enseñarte y tú eres tan
tonto que no lo captas?
Esto último lo enardeció más que todos los otros comentarios; imagínense,
¿cómo iba a ser él un tonto? Y la misma ambición y ceguera lo convencieron de
la versión en la cual él salía mejor parado. Claro, se dijo, delante de su
séquito de alumnos intratables y chismosos. Eso es, tiene una vara con la cual
nos enseña y la agita delante de nuestros ojos en todo momento, ahí está la
clave. ¿Cómo no me di cuenta antes?
Todos lo alabaron y le dijeron que era muy inteligente y
brillante.
Y él se lo creyó, pero sintió paralelamente como si algo no
acabara de pasarle por la garganta. Esa noche no durmió, y se la pasó
planificando como robar aquella vara mágica.
Antes de que amaneciera, salió de su casa y sigilosamente se
fue a la escuela de Nasrudin y con gran sigilo se dirigió a la sala de clases,
donde robó la vara mágica.
En ese momento comenzaron sus tormentos. ¿Cómo haría para
ejercer su maestría, ahora que tenía la clave de todo, en el mismo pueblo?
Debía marcharse, atravesar el desierto y afincarse en una
nueva población donde nadie lo conociera; pero dejaría atrás a su séquito de
alumnos bochincheros y chismosos.
No le importaba, con su vara mágica encantaría multitudes y
ganaría grandes fortunas; además, aquellos alumnos, si bien lo pensaba —y lo
pensó— se olvidarían de él en dos días; es más se reirían de él; esto le dolió.
Sintió rabia y odio contra ellos, que le hacían perder tantas y tantas noches en
las que había estado descuidando su propio entrenamiento, desgastándolo con
preguntas simples y abusivas, íntimas, chocantes y vulgares, y al final de la
noche siempre se sentía vacío y falso como las sonoras risas de aquellos
inconscientes.
Por un momento, pensó incluso en volver de inmediato a la
escuela, al amanecer, confesárselo todo a Nasrudín y comenzar de nuevo desde
cero. Atisbó durante un brevísimo segundo que aquel hombre lo comprendería y a
partir de allí subirían un gran escalón en el aprendizaje. Pero su ego pudo más
y se largó antes de que el sol cubriera todo con su manto dorado y se enfrentó
al desierto.
Pasaron quince años de altos y bajos; averiguó incluso que en una escuela muy lejana en el país del norte, donde la gente tiene los ojos muy
rasgados, se enseñaba que una falta cometida en tu nación te condena por karma
a estar una generación fuera del lugar, y una falta de despecho contra tu nueva
nación, a otro tanto en ese nuevo lugar.
Trabajo en los más diversos oficios y cada tanto tuvo, durante un
tiempo algún alumno; antes de que pasaran los primero tres años, abandonó por
completo el uso de a vara. Comprendió, trabajando como zapatero sin desearlo en
su corazón, rabiando todo el día en contra de su propio oficio pero sin poder
abandonarlo, que no se trataba de los instrumentos que uno utilice sino de cómo
los utilice y que daba lo mismo que se tratara de una vara o de un martillo.
Cuando se cumplieron aquellos quince años, y sin haber
logrado gran cosa como maestro espiritual, un día inspirado, al asomarse a la
puerta de su casita, miró al horizonte y sintió que su patria lo atraía
nuevamente. Calculó cuanto tiempo había pasado y que edad tendría ahora
Nasrudín y determinó que bien valdría la pena volver y llevar a cabo aquel
acto, quizás osado, que desde hacía varias noches lo acosaba en sueños.
Atravesó el desierto y llegó a su patria a lo largo de
muchas jornadas, llegó hasta la casa de Nasrudín, rodeada de multitud de
alumnos serviciales y llenos de vida que trajinaban arriba y abajo. Atravesó aquella
masa humana valiéndose de su edad y llegó hasta las primeras filas, donde
atentos alumnos escuchaban las lecciones de aquella tarde, el maestro parecía
más viejo pero su sonrisa era mucho más acusada. No detuvo su parlamento por su
presencia aunque le dedicó una mirada.
No pudo aguantarse, se acercó a la primera fila, buscó un modo
de abrirse camino, se acercó al ámbito del maestro y dejó delante suyo la vara
que tantos años antes se había llevado; éste sonrió y señalando con una mano en
toda su extensión un lugar de las primeras filas pidió con el gesto que le
hicieran un lugar en aquella zona.
El alumno se sentó en aquel sitio, se arrellanó, se puso
cómodo y se dispuso a escuchar, a dejar al fin que las palabras hicieran su
efecto en todo su cuerpo, en su conciencia. Respiró entonces sin ninguna
expectativa; aquel estado, ahora lo recordaba, sobre el cual la voz de Nasrudin
tanto y tanto insistía y parecía que solo ahora por primera vez estuviera
oyendo esa recomendación tan y tan repetida.
El maestro en ese momento decía:
—Todo sucede en el momento exacto, justo ahora me venía bien
esta vara para explicar lo que a continuación voy a detallar. Hablábamos acerca
de cuándo es conveniente continuar la enseñanza y cuando abandonarla, de cuando
retornar y cuando uno sabe que realmente está preparado. Hablábamos también de
que el vínculo entre el maestro y el alumno no se pierde porque la naturaleza
de la vida continúa enseñándote y estés donde estés, con los conocimientos
intangibles que aquí absorbes, continúas aprendiendo. Algunos tardan más en
bajarse del burro del ego, otros tardan menos, pero al final, todos nos
encontramos en el camino. Y aunque no lo sepamos, en el camino estamos, pero no
porque cabalguemos en un jamelgo o porque lo hagamos en un lujoso carruaje sino
por cómo manejamos la conciencia durante el trayecto. Entonces, como iba
diciendo.
Héctor D’Alessandro
Escritor y coach.
Escuela Internacional de Coaching de Xalapa
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