jueves, 13 de abril de 2017

Apocalipsis. El lugar del misterio en la vida de la mente. Norman Brown

                                                     Universidad de Columbia

                                                            31 de mayo de 1960
No sabía si debía presentarme ante vosotros —hay un tiempo para mostrar y un tiempo para esconder; hay un tiempo para hablar y también un tiempo para guardar silencio. ¿Qué tiempo es éste? Han pasado quince años desde que H.G. Wells dijo que la mente habia tocado techo—había topado con una horrible extrañeza de la que no hay manera de escapar, que no se puede rodear ni atravesar, dijo; es el fin. Si voy a hablar es porque pienso que hay una salida, un camino que baja y sale (el título del nuevo libro de John Senior sobre la tradición ocultista en la literatura).


La mente ha tocado techo: me imagino lo que algunos estaréis pensando («su mente ha tocado techo») y puede que así sea; me da miedo pero no me disuade. La alternativa a la mente es, ciertamente, la locura. Nuestras mayores bendiciones, dice Sócrates en el Fedro, nos llegan a través de la locura —siempre y cuando, añade, la locura provenga de la divinidad. Nuestra verdadera elección es entre la locura sagrada y la profana: abrid los ojos y mirad a vuestro alrededor —de un modo u otro, la locura lleva las riendas. Freud es la medida de nuestra locura profana, del mismo modo que Nietzsche es el profeta de la locura sagrada, de Dioniso, la verdad loca. Dioniso ha vuelto a su Tebas nativa; la mente (que ha tocado techo) es otro Penteo, subido a un árbol. Resistirse a la locura puede ser la manera más loca de estar loco.

Y hay un camino de salida —la locura bendita de la ménade y la bacante: «Bendito aquél que tiene la buena fortuna de conocer los misterios de los dioses, que santifica su vida e inicia su espíritu, una bacante en las montañas, en purificaciones santas». Es posible estar loco sin que te bendigan; pero no es posible recibir la bendición sin la locura; no es posible recibir las iluminaciones sin el trastorno. El trastorno es desorden: la fe dionisíaca es que el orden tal como lo hemos conocido es una mutilación, algo propio de mutilados; que el pasado es un prólogo; que podemos tirar nuestras muletas y descubrir el poder sobrenatural que nos permitirá caminar; que la historia humana va del hombre al superhombre.

Yo no soy un superhombre; vengo a vosotros no como alguien que tiene poderes sobrenaturales, sino como alguien que los busca, y que tiene algunas nociones sobre el camino que hay seguir para hallarlos.

A veces (la mayor parte de las veces) pienso que el camino que baja y sale conduce fuera de la universidad, fuera de la academia. Pero tal vez lo que sucede es que debemos recuperar la academia de antaño —la Academia de Platón en Atenas, la Academia de Ficino en Florencia, Ficino, que dice: «Los antiguos teólogos y platónicos creían que el espíritu de Dioniso era el éxtasis y el abandono de las mentes no trabadas, cuando, en parte por amor innato, en parte instigadas por la divinidad, transgreden los límites naturales de la inteligencia y se transforman milagrosamente en la deidad amada misma: cuando, ebrios de un nuevo tipo de néctar y de una alegría sin medida, rabian, podríamos decir, con un frenesí báquico. Llevado por la embriaguez de este vino dionisíaco, nuestro Dioniso (el Areopagita) expresa su júbilo. Vierte enigmas, canta ditirambos. Para captar la profundidad de sus significados, para imitar su forma casi órfica de hablar, también nosotros necesitamos la furia divina».

En cualquier caso, lo primero de todo es volver a encontrar los misterios. Con eso no me refiero sólo al sentido de la maravilla (ese sentido de la maravilla que es, sin duda, la fuente de toda filosofía verdadera), llamo misterio a algo secreto y oculto; por tanto, impublicable; por tanto, fuera de la universidad tal como la conocemos; pero no fuera de la Academia de Platón o la de Ficino.

¿Por qué son impublicables los misterios? En primer lugar, porque no pueden expresarse en palabras, al menos no en el tipo de palabras que os han hecho ganar vuestras llaves de Phi Beta Kappa. Los misterios se manifiestan en palabras sólo si pueden seguir ocultos; esto es la poesía, ¿verdad? Debemos volver a la vieja doctrina de los platónicos y neoplatónicos de que la poesía es verdad velada; del mismo modo que Dioniso es el dios que es a la vez manifiesto y oculto; y como declaró John Donne, con la Columna de Fuego va la Columna de Nube. Ésta es también la doctrina nueva de Ezra Pound, que dice: «La prosa no es la educación, sino el patio exterior de la misma. Más allá de sus puertas están los misterios. Eleusis. Cosas de las que no se debe hablar, salvo en secreto. Los misterios que se defienden a sí mismos, los misterios que no es posible revelar. Los tontos sólo pueden profanarlos. El torpe no puede captar el secreto ni divulgarlo a otros». Las academias místicas, sean de Platón o Ficino, conocían la limitación de las palabras y nos llevaban más allá de las mismas, camino arriba, camino abajo, hasta la docta ignorancia, con la que se honra mejor a Dios con el silencio que con palabras, y se le ve ve mejor cerrando los ojos a las imágenes que abriéndolos.

Y en segundo lugar, los misterios son impublicables porque sólo algunos pueden verlos, no todos. Los misterios son intrínsecamente esotéricos, y como tales son una ofensa a la democracia: ¿no es la publicidad un principio democrático? La publicación vuelve las cosas republicanas —asuntos del pueblo. Las academias prístinas eran esotéricas y aristocráticas, intencionadamente distantes de lo vulgar y profano. El resentimiento democrático niega que haya algo que no puedan ver todos; en la academia democrática, la verdad está sujeta a la verificación pública; es verdad lo que cualquier tonto puede ver. Esto es lo que quiere decir el llamado método científico: lo que se llama ciencia es el intento de democratizar el conocimiento —el intento de dar método en vez de perspicacia, mediocridad en vez de genio, logrando un procedimiento operativo estándar. Los grandes igualadores que proporciona el método científico son las herramientas, esas herramientas de análisis. Se sustituye el milagro del genio por un mecanismo normalizado. Pero los tontos con herramientas siguen siendo tontos, y no os dejéis embobar por vuestras llaves de Phi Betta Kappa. Las cadenas de oración tibetanas son otra forma de alcanzar el mismo resultado: la degeneración del misticismo en mecanismo —de modo que cualquier tonto pueda practicarlo. Quizá el Tibet lleve ventaja: pues allí el mecanismo es externo, mientras que la mente permanece en blanco; y estar en blanco no es lo peor que puede pasarle a la mente. Y las oraciones resultantes no pretenden, inútilmente, resultar originales o inmortales; al no existir, no hay que catalogarlas ni almacenarlas.

El sociólogo Simmel ve el enseñar y el esconder, el secreto y la publicidad, como dos polos, como yin y yang, entre los cuales oscilan las sociedades en su desarrollo histórico. A veces creo ver cómo se originan las civilizaciones con la revelación de algún misterio, algún secreto; cómo se expanden con la publicación progresiva de su secreto; y cómo fallecen, exhaustas, cuando ya no queda secreto, cuando el misterio se ha divulgado, es decir, profanado. Toda la historia puede ilustrarse con la diferencia entre el ideograma y el alfabeto. El alfabeto es, sin duda, un logro democrático; y el ideograma enigmático, como Ezra Pound nos ha enseñado, constituye un misterio, un fragmento de poesía que aún no ha sido profanado. Llega así un tiempo (creo que en ese tiempo estamos) en que la civilización debe renovarse mediante el descubrimiento de nuevos misterios, mediante el poder nada democrático pero soberano de la imaginación, mediante el poder no democrático que hace de los poetas los legisladores no reconocidos de la humanidad, el poder que vuelve nuevas todas las cosas.

El poder que vuelve nuevas todas las cosas es la magia. Lo que necesita nuestra época es misterio; lo que necesita nuestra época es magia. ¿Quien negaría que sólo un milagro puede salvarnos? En el Tibet la institución que concede títulos es, o solía ser, el Colegio de Magia Ritual. Ofrece cursos en materias como clarividencia y telepatía; también (atención los estudiantes de físicas), calor interno: el calor interno es un control sobrenatural que otorga el Yoga sobre la temperatura corporal. Permitidme que sucumba por un momento a la fascinación del Oriente misterioso y os cuente el procedimiento de examen para el curso de calor interno. Los candidatos se reúnen desnudos en mitad del invierno, de noche, sobre un lago helado del Himalaya. Junto a cada uno se coloca una pila de camisetas húmedas y heladas: la tarea consiste en ponerse todas las camisetas que puedan antes del alba. Cuando el poder es real, la prueba es real, y el sistema de calificación, de una objetividad pasmosa. No digo más. No digo más: el Yoga oriental demuestra sin duda la existencia de poderes sobrenaturales, pero no tiene el poder peculiar que nuestra sociedad occidental precisa; o, más bien, creo que cada sociedad sólo tiene acceso a sus propios poderes; o, más bien, cada sociedad sólo recibirá el tipo de poder que sepa pedir.

La conciencia occidental siempre ha pedido libertad: la mente humana nació libre, o al menos nació para ser libre, pero por todas partes anda en cadenas, y ha tocado techo. Hará falta un milagro para liberar la mente humana: porque las cadenas son, en primer lugar, mágicas. Estamos atados a una autoridad que está fuera de nosotros mismos: sobre todo (aquí, en una gran universidad, hay que decirlo) a la autoridad de los libros. Hay un anticipo trascendentalista de lo que que quiero decir en el discurso Phi Betta Kappa de Emerson en American Scholar:

«Los libros de una época anterior no servirán. Con todo, de aquí arranca un grave perjuicio. La santidad que está vinculada al acto de la creación, a la acción de pensar, se trasfiere al registro. De inmediato, el libro se vuelve nocivo: el guía es un tirano. La mente perezosa y pervertida de la multitud, una vez que ha recibido este libro, se atiene a él y protesta si se destruye. Se construyen universidades sobre él. Jóvenes dóciles se crían en bibliotecas. De ahí que, en vez del Hombre que Piensa, tengamos el ratón de biblioteca. Prefiero no ver nunca un libro que dejarme llevar por su atracción fuera de mi propia órbita, convertido en un satélite en vez de un sistema. Lo único que tiene valor en este mundo es el espíritu activo.»

Lo lejos que anda esta universidad de ese ideal es la medida de la derrota de nuestro sueño americano.

Esta servidumbre hacia los libros nos obliga a no ver con nuestros propios ojos; nos obliga a ver con los ojos de los muertos, con ojos muertos. Whitman, también en un sermón trascendentalista, dice: «No volverás a aceptar cosas de segunda o tercera mano, ni a mirar a través de los ojos de los muertos, ni a alimentarte de los espectros que hay en los libros». Somos víctimas de un hechizo, los espectros de los libros, la autoridad del pasado; y exorcizar estos fantasmas es la gran obra de la autoliberación mágica. Entonces, los ojos del espíritu se harán uno con los ojos del cuerpo, y dios estará en nosotros, no fuera. Dios en nosotros: entheos: entusiasmo; ésta es la esencia de la locura sagrada. En el fuego de la locura sagrada incluso los libros pierden su gravedad, y se dejan ir hacia la llama: «En realidad», escribe Ezra Pound, «deberíamos leer para conseguir poder. El lector debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debería ser una bola de luz en su mano.»

Comencé con el nombre de Dioniso; permítaseme acabar con el nombre de Cristo: pues el poder que busco también es cristiano. Nietzsche, ciertamente, dijo que la verdadera cuestión era Dioniso versus Cristo; pero sólo un tonto los considerará términos opuestos y excluyentes. Hay una cristiandad dionisíaca, una cristiandad apocalíptica, una cristiandad de milagros y revelaciones. Y siempre ha habido cristianos para los que la era del milagro y la revelación no ha acabado; cristianos que reclaman el espíritu; entusiastas. El poder que busco es el poder del entusiasmo, tal como lo condenó John Locke; tal como lo tuvo George Fox, el cuáquero; por cuya mediación las casas fueron sacudidas; que vio el canal de sangre que corría por las calles de la ciudad de Litchfield; a quien, de hecho, incluso le fue dado el calor interior mágico («El fuego del Señor estaba en mis pies, y a mi alrededor, así que no volví a preocuparme por ponerme zapatos»).

Leamos de nuevo las disputas del siglo XVII y descubramos nuestra elección: o estamos en la edad de los milagros, dice Hobbes, milagros que autentifican revelaciones frescas; o bien estamos en la edad del razonamiento a partir de la escritura ya recibida. O el milagro o la escritura. George Fox (que se alzó en espíritu a través de la espada llameante hasta el paraíso de Dios, de modo que todas las cosas eran nuevas, al haber sido él renovado al estado que tuvo Adán antes de la caída) ve que nadie puede leer correctamente a Moisés sin el espíritu de Moisés; que nadie puede leer correctamente las palabras de Juan, y entenderlas de verdad, sino en y con el mismo espíritu divino con que Juan las dijo, y con la luz que arde y resplandece que Dios envía. Por tanto, la nueva creación engulle la autoridad del pasado; el mundo se hace carne. Vemos con nuestros propios ojos, y ver con nuestros propios ojos es la visión segunda (intuición). Ver con nuestros propios ojos es intuir.


Siempre doble. Dios nos guarde
de la visión única
y el sueño de Newton.

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