MOMENTOS ESTELARES DE MI PADRE
Héctor D'Alessandro Sala
Me la pasaba todo el rato
dándole a la pelota profesional que me habían regalado, una Adidas de las
usadas en el mundial de 1974, el mundial de Cruyff y el kaiser Beckenbahuer, le
daba sin descanso contra la pared frontal de mi casa, como si este fuera un
gran arco y yo debiera atosigarlo por todos los puntos a mi alcance. Cuando ya
estaban los vecinos quejosos del retumbar continuo del balón contra aquella
pared, mis padres me invitaban a irme al Parque de los Aliados, a muy pocas
cuadras de mi casa. Y, con mi pelota maravillosa y mis zapatos deportivos con
tapones destornillables, un invento de aquel mismo mundial de fútbol, me iba a
jugar y a correr durante horas en aquel parque verde, rodeado de enormes eucaliptus
que aturdían el cerebro con su aroma penetrante y constante, muy cerca del velódromo.
Un día me fue a buscar mi padre, y al volver me dijo que tenía que hablar
conmigo, mi reacción de adolescente, era 1978 y yo tenía quince años, fue defensiva,
pero, llegando a casa, me dijo que notaba que hacia mucho tiempo que yo me
comportaba de una manera más variable, para no decir voluble por completo o
caprichosa, y que veía mi gran curiosidad intelectual que me llevaba a leer libros
que él jamás había imaginado que pudiera leerlos y comprenderlos. Él siempre decía,
sacándose su elegante sombrero de fieltro que le cubría la calva, que a duras
penas podía entender las cada día más difíciles notas escritas para el diario “El
Día” por Germán Arciniégas, un escritor colombiano cuyos artículos compraba
para su reproducción la prensa conservadora. Y veía que yo a los quince años,
en plena dictadura militar y a pesar de la misma leía “Así habló Zaratustra”,
(me sentía tan orgullosamente solo como él), “Madame Bovary” y pensaba que si
esa mujer chiflada me hubiera conocido a mí en lugar de al tontainas de Charles
Bovary, otro hubiera sido su destino, leía los cuentos de San Petersburgo de
Gogol, y me exaltaba hasta el paroxismo una y otra vez con el hallazgo de
aquella nariz dentro de un pan, leía y me indignaba con la sociedad parisiense,
los avatares diversos del destino de Eugenio de Rastignac, admiraba no muy entusiásticamente
la filosofía tanguera de Vautrin, me invadía la desolación con el triste
destino de Eugenia Grandet, e imaginaba la eliminación del exceso estacional de
idiotas en mi sociedad a través de métodos tomados de Emma Zunz, de Borges.
Aquella tarde, mi padre quedándose
en camisa y mostrando su torso escultural a pesar de lo viejito que estaba, me había
tenido con cincuenta y cinco años me dijo, quiero que lo que te voy a decir lo
escuches hasta el final antes de decirme nada, y a mi de inmediato me dieron
los clásicos síntomas de la diarrea. Pero lo que escuché fue más
tranquilizador, explicó que según los manuales, y tu sabes que nosotros no te
criamos según manuales, yo estaba en una edad difícil de grandes cambios en la
cual iba a adoptar costumbres y actitudes bien diferentes a las que
anteriormente hubiera tenido, eso es una posibilidad, pero básicamente, tosió,
se aclaró la garganta y se rascó una de su grandes orejas, lo que me interesa
decir es lo siguiente: que ahora igual vas a descubrir que tu madre y yo, no
somos unos héroes ni unas grandes personas, que quizás te lleguemos a parecer
unos seres minúsculos e insignificantes, unos vulgares tirapedos que viven
porque el aire es gratis, como ya sabes que pienso de la mayor parte de la
humanidad, y era así, él pensaba eso, y, continuó, muy probablemente eso sea
verdad, no somos sabios sino vulgares, no somos ricos sino más bien modestos,
no somos famosos sino anónimos, no somos geniales pero estamos orgullosos de
tener un hijo brillantísimo, y puede incluso que en el futuro te avergüences de
nosotros y lo brutos que nos llegarás a considerar con el incremento de tu sabiduría
personal, puede que nos niegues, que te sientas estafado, que es lo que le pasa
a la mayor parte de la humanidad cuando se da cuenta que viene de padres
normales, seres humanos monótonos y previsibles. Quiero que sepas que,
aunque andes enojado si te da ese sirocco, yo estoy aquí soy tu padre y te
comprenderé y te quiero igual y esperaré a que se te pase y también estoy preparado
para que te agarre mucho viento en la camiseta y te subas a un tren ajeno y no
quieras bajar más y ni me saludes, para todo yo estoy preparado, ya sabes que
tu madre, ella si pasa a odiarte o a amarte, será para siempre, porque es una
maldita desequilibrada. Quiero que sepas que todo eso también me pasó un día a
mi y al final me reconcilié con mi padre, sobre todo. Y que forma parte de la
vida.
Cuando terminó, me dijo que no necesitaba contestarle,
que estas eran una de esas cosas que no se contestan, que el tiempo te va dando
respuesta.
La verdad es que desde hacia
tiempo ya que yo había decidido que ciertas cosas no las hablaría con mi padre,
porque él no entendía un carajo de nada, no se lo había dicho, pero
siempre confiaba en él aunque nunca hubiera apostado por un atisbo de sabiduría
más que en momentos de sarcasmo, que era su especialidad.
Por lo cual, dejé la pelota en
el suelo, la cual había dejado de mover entre mis manos para escucharlo desde
hacía mucho rato, porque estaba muy impactado, y a continuación hice lo que yo
siempre sé hacer y que la vida me lo ha agradecido: acercarme y abrazarlo para
dejarme invadir hasta el tuétano por la energía gigante de amor que lo había
convertido como a cualquier otro vecino en un ser sabio aunque más no fuera por
un rato, y me quedé abrazado a él a su camisa blanca almidonada que yo amaba
oler, a su olor a perfume y a la gratitud que sentía por haber estado macerando
en su alma un momento de encuentro como aquel. Si algo tenía mi padre, e igual
mi madre, es que se reían de todas las normas sociales, él estaba en un cargo
en un ministerio de nuestro país a dos pasos del propio ministro que durante
cuarenta y pico de años le había permitido ver la comedia humana y reírse de
ella. Me sequé las lágrimas y decidí irme a la cocina a prepararme un buen “sanguche”
de salame con queso, le dije si quería uno y me dijo que no, pero gracias, y
antes de que yo atravesara la puerta de la cocina, me dijo: “¿Sabés una cosa?
Eres tan tozudo que sé que te vas a romper los cuernos una infinidad de veces
en la vida, pero eres el único de mis hijos al que jamás le prevendría contra ello. Y eso,
porque sé que vas a vivir unas experiencias que yo jamás me atrevería a emprender,
pero que, de antemano, te envidio sanamente, porque vas a aprender cosas que yo
ni siquiera puedo imaginar”.
Entonces, definitivamente, me di la vuelta para entrar en la cocina e ir a la heladera en busca del salame y el queso mientras me restregaba la cara con el dorso de las manos y sentía que el corazón no me cabía en el pecho.
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