Un día de suerte
Héctor D’Alessandro
Aquel
lugar se llamaba la cima del Pelado, y hacía ya mucho rato que dos aves de
rapiña sobrevolaban la zona, seguro que habían visto alguna presa por el sitio
y estaban haciendo sus cálculos mientras daban vueltas en circulo y buscaban el
momento para lanzarse en picado sobre la misma; Quique hacía años que conocía
al Beto, eran amigos desde la infancia, y si se lanzaba a la carrera por los recovecos
del tiempo podía acabar encontrándose con el Beto en cualquier calleja de barro
y charcos en la que invariablemente se veía conteniendo a duras penas, o recibiendo
de plano, los golpes de su amigo, siempre sucio y muy violento, mal encarado,
le gustaba hacerse pasar por un hombre duro, cuando en realidad era todo
cobardía escondida en el fondo de sus huesos. Al llegar a la cuesta,
arrastrando sus pasos, Beto se quedó mirando al frente, a aquella mujer flaca
con cara de loca y vestido desgarrado que apareció en el horizonte y que al
verlos se lanzó por la suave pendiente del camino, en la dirección en que se
encontraban, como si no tuviera que pensarlo ni un solo segundo, como si ellos
fueran la salvación de algo. A Quique le alcanzó con ver la cara de Beto, el
movimiento de su cadera, las palmas de sus manos restregándose contra la camisa
azul de estampados infantiles llena de manchas de grasa de coche, supo que iba
a violar a aquella mujer, supo una vez más que iba a tener que contener a su
agresivo amigo, iba a intentar que no los metiera quizás en un nuevo y mas duro
problema. Resopló agotado o molesto, en el comienzo de la intensidad.
Entonces
la miró y saltó de inmediato a sus ojos que tenía un sector del dedo anular
izquierdo totalmente blanco, descolorido por la falta de sol, atestiguando la
ausencia de un anillo bien grueso. Se dijo: esta tipa tiene mucha lana; no
necesitó oírla hablar para captar su procedencia, su buena vida pasada; solo su
vestido piojoso y mugriento lo retuvo en un estado de confusión, intentando
ubicarla a ella o sacar cuentas sobre qué le había pasado en los últimos días o
semanas o si se trataba en realidad de una ricachona fugada de un manicomio, alejada
del buen vivir de una mansión desde hacía años.
Decidió
mirar al Beto buscando una respuesta y lo empujó con el codo para avanzar y
presentarse a la damita. Beto mostró una cara de enfurruñamiento, molestia en
la mirada, desprecio en los labios. Entonces, Quique procuró hacerle un guiño
cómplice y una sonrisa y pasó su lengua sobre los labios para que se creyera
que iba a poder hacerle a la mujer lo que le viniera en gana. Eso detuvo las
sacudidas de la melena polvosa del Beto, de momento; de inmediato comenzó a
restregarse las manos como si tuviera un negocio seguro. Darle esta libertad de
acción es abrir las puertas al peligro; para hacerlo debe uno saber que luego
deberá dominarlo, saber cómo pararle los pies y volverlo a un carril ordenado.
Se
dio la vuelta y se dirigió a la mujer delgada procurando averiguar qué quería;
esta le dijo: dame tu teléfono y con su orden no pudo menos que dirigir su mano
al bolsillo, lo que hizo que ella se abalanzara y apenas lo asomó se lo arrancó
de las manos. Parecía loca o desesperada.
Beto
se agitó, sacudiendo su melena, y las vibraciones de su inquietud llegaban
hasta el lugar en que se encontraba Quique de pie. Este se giró en automático y
fue hacia la mujer en busca de su móvil, para calmar y satisfacer a Beto, para
recuperar su autoridad. Esta lo miró por primera vez a los ojos y alzó la palma
de la mano en señal de stop: no me moleste ahora que estoy hablando. Su mirada, profunda y vacía, el tono brillante
del fondo de su iris, la profundidad de su encarar, la costumbre de mandar y
ser obedecida, lo detuvieron; ella se acercó a su oído y tapando el teléfono
para que no la escucharan, le dijo: te conviene, aquí hay mucha lana.
En
ese momento sintió que se relajaban sus hombros, que una suavidad que bajaba
del cielo le acariciaba la espalda, y un fuerte impulso le recorrió desde los
riñones hasta los mismos testículos. Miró al horizonte y vio a las aves de rapiña
haciendo sus circunvoluciones con más acentuada lentitud, dirigió su mirada a
Beto, y le hizo un gesto para que se moderara, aunque lo encontró algo confuso,
y, no obstante, vagamente entregado a la luz del día que les había traído buena
suerte en el último tramo de la cima; dio, entonces, un paso hacia atrás
respecto de esa mujer, se quedó mudo y esperó. Intentó, con su dedo pulgar
levantado, transmitirle más tranquilidad aun al socio, su sonrisa se sumaba,
pero las comisuras no podían evitar un gesto de dolor muy antiguo.
Ella
se acercó, luego de terminar la llamada, y le dijo que se quedaba el teléfono,
que estaba pagado, que no se hiciera problema, y él confió en ella. Beto agitó
otra vez su mugrosa melena, como si no pudiera creer a qué grado iba aumentando
la confianza hacia aquella mujer desconocida, pero sus ojos guiñaron con un
asentimiento polvoso de su cabeza. Sus pasos inseguros transmitían el
desconcierto de su personalidad desequilibrada. Sus dedos largos, sucios y crispados
se cerraban y se abrían de continuo como tenazas ansiosas y prensiles en busca
del objeto de su violencia, sus resoplidos parecían la caricatura de un intento
vano de encontrar la calma. Y la mirada llena de arrugas por el envejecimiento
de la resolana continua transmitían un frío enojo atenuado apenas por las
enormes dudas que lo invadían.
Elvira
Álvarez, la joven hija del importante empresario de Veracruz, Armando Álvarez
Santamaría, propietario de la cadena alimentaria “La Catedral”; llevaba casi
cien días de secuestro. Su padre deambulaba por las noches en la mansión frente
al mar, un arma escondida debajo de un cojín en su silla de ruedas. La habían
plagiado en plena autopista bloqueándola dos coches grandes de los que luego se
supo que eran robados; y de nada sirvió el servicio de seguridad que su padre
le tenía contratado, cayeron en el mismo sitio como moscas bajo el efecto de
las balas. Antes que secuestradores eran asesinos, pero no se sabía si eso era
bueno o malo para las expectativas de vida que ella pudiera albergar. Puede que
mataran a los de la seguridad porque se trataba de auténticos profesionales del
asesinato o porque se trata de una patanes que escogieron esta vía como la más
sencilla. El padre de la chica solo deseaba que se tratara de profesionales.
…
La
mañana en que Elvira consiguió huir del tabuco, el sol no acababa de decidirse:
daba vueltas erráticas en torno a unos maizales que en la zona se desmayaban a
punto de chamuscarse tan solo con un par de días más de resolana. En la
madrugada estuvo oyendo los ratones del campo y algún zorro que andaba en busca
de su gallina, mientras ella raspaba los hilos de plástico con que la habían
asegurado la noche previa. El sol no había acabado de decidirse a arramblar con
su fuego el resto del verde y ella ya estaba al lado de la improvisada puerta,
tanteando el candado. En cierto momento, la señora culona que la cuidaba y que
hacía dos meses le había hecho una pregunta extraordinaria “¿Crees en Dios,
hija?” Así lo había hecho, soltando el sartén que manipulaba, como para
asegurarse que escuchaba bien la respuesta que esta muchacha tenía para darle
ante tema tan significativo. Elvira no sabía por dónde iban los tiros con
aquella interrogante; estaba bastante asqueada, católica de misa de domingo
como era, no tenía una gran formación teológica, pero sabía más o menos por
cual acera caminaban la decencia y aquel conjunto de hechos que empedraban un
camino de vida correcto, tan inútiles en este momento, tan lejanos o absurdos.
Pidió que le repitiera la pregunta, mientras dirigió sus ojos al ventanuco,
dejando que poco a poco el aire de la tarde se solidificara en el horizonte sin
ruidos. Se quedó con los ojos fijos entre las nubes y con su cabeza volvió a
escuchar la pregunta un par de veces. Apretó un puño solo por sentir su cuerpo,
el latido de su impulso vital, la saña que le aportaba su impotencia, su
frustración y su rabia. Miró a aquella mujer, su delantal perpetuo, su falda
color hormiga, sus grandes caderas desbordantes, su boca llena de algún tipo de
pan que pasaba a un lado y otro, sus ojos suavemente exaltados que la inquirían
sobre Dios, como si en ese momento, en aquel campo, nada más importara. El odio
visceral que sintió fue antes una cosa de clase social que un impulso
biológico. Humillada al máximo, se veía ahora cuestionada por una persona a la
cual había intentado entender. Se vio a sí misma tomando la comunión con el
obispo Gordillo y algo le recorrió la columna vertebral, un impulso asesino que
quería explotarle también en la boca, en mil improperios, completamente
inútiles, que bien guardado en el fondo de su sangre podía impulsarla en la
noche por los campos, otorgar fuerza y vida a sus pies.
El tono condescendiente de aquella señora,
dispuesta a escuchar, no obstante, solo una respuesta (que sí creía en Dios
padre celestial creador de todo lo viviente) le removía el interior de sus
tripas y la sacaba totalmente de quicio.
Las
intensas vibraciones de odio y repudio, de indignación altiva, le corroían el cuerpo
y al mismo tiempo centraban todos sus excesos e ímpetu; como si se llamara a sí
misma a guardar fuerzas para mejor ocasión.
El
sol no acababa de decidirse, cuando Elvira salió del cuarto en que permanecía
encerrada y con sigilosos pasos se dirigió a la cocina con piso de tierra donde
permanecía la mayor parte de las horas de cada día desde hacía un tiempo del
cual ya había perdido la cuenta. Aunque cada tanto, semanas o meses, recuperaba
el conteo al ver un periódico o escuchar una conversación o la radio o una
televisión que se encendía en alguna otra habitación o rancho cercano, y
repetía mentalmente: noviembre: me levantaron en marzo: ocho meses. Ya decía
“levantar” esa palabra vulgar con la que el pueblo se refería a este hecho
ignominioso del secuestro. Había abandonado en su camino muchas creencias. El
hablar adecuadamente era un bien muy preciado por ella, y no quería ceder por
ahí, porque si cedía en ese terreno, luego podía perderse a sí misma.
Necesitaba con urgencia y con constancia, cierta distancia respecto de sus
captores y cierta altura desde la cual observarlos, incluso para fugarse. Me
gusta lo diferente que eres en estos contextos tan inusuales, le había dicho su
amiga Anna, con la cual fue a hacer un posgrado en comercio internacional a los
USA. Ahora su antigua compañera de andanzas estaría en Washington preocupada
por su bien y su salud; estaría en su oficina del Banco Mundial donde operaba
como persuasora internacional de gobiernos miserables para que compren los
créditos que la entidad vende. ¿Cómo podía hacer eso? Estudiaron lo mismo y
tuvieron la misma oportunidad, pero Elvira no sintió ningún tipo de motivación
para trabajar en un organismo internacional; aunque fuera de la banca. Y ahora
estos miserables la tenían arrinconada, con veinte kilos menos, no hay mal que
por bien no venga, y deprimida casi todo el día, porque no sabía qué podía
llegar a suceder si solo se guiaba por el humor que estas ratas manifestaban.
Llevaba
buena parte de la noche oyendo una suerte de zumbido lejano que parecía
procedente de una tele encendida sin ninguna sintonía, o bien alguna máquina
mecánica que se hubiera quedado encendida sin material con el que trabajar: una
cafetera, un aspersor de agua en un jardín. Se sentía muy confusa, pero hoy
extraordinariamente esto no le importaba, se había agenciado, desde hacía unos
días, un cuchillo de sierra de cocina y lo tenía guardado en la miserable
habitación donde la obligaban a dormir y lo había escondido en un hueco de la
pared cerca del techo. Ayer por la tarde los dos hombres, que en muchas
ocasiones acompañaban a la anciana en su custodia permanente de la secuestrada,
se habían marchado temprano con una camioneta grande y por los saludos que se
destinaban unos a otros, daba la impresión de que tardarían al menos dos días
en volver. En principio, sacar esta conclusión la deprimió un poco, porque le
hizo suponer que estaba alejada de cualquier centro poblado, pero luego vino en
su auxilio emocional el recuerdo de que continuamente veía cables aéreos que
dependían de columnas distribuidas con cierta cercanía como para suponer una
carretera, una serie de postes de alumbrado y transmisión de energía eléctrica
y alguna población cercana. Por todos estos elementos es que aquella madrugada
se había levantado temprano, asomó la cabeza por un momento a través del marco
de una ventana y miró al cielo, donde dos aves de rapiña sobrevolaban el
horizonte: no podía determinar si venían hacia ella o se alejaban
definitivamente. Aunque ya oía a la señora trajinando en la cocina, se había
escapado de su habitación antes de que viniera a abrirle, solo por romper ese
hábito de salir del cuarto siempre a la misma hora. Había pensado que, si salía
a la hora de siempre y luego, mediante algún método desconocido por ella, la
señora se comunicaba cotidianamente con aquellos hombres que ahora no estaban
en la casa, ellos se extrañarían por la falta de comunicación; entonces decidió
que saldría antes de la mugrosa habitación, con todos los riesgos que esto
comportaba, y liquidaría a la vieja de un solo corte con aquella cuchilla.
Había pensado que, si no tenía fuerzas o ánimo para hundírsela hasta
desangrarla, seguro que la dejaba muerta de una infección, por la mugre, tanto
del puñal como del lugar donde convivían forzadamente. Por todo esto es que
ahora se encontraba caminando descalza para no hacer ruido; luego de matar a la
vieja Paulita, volvería sobre sus pasos para calzarse; con sigilo se acercó a
la cocina, vio a la mujer de espaldas, con aquellos grandes jamones que tenía
por brazos, colgando a ambos lados, asomados por los huecos de una vestido azul
celeste muy holgado que vestía para hacer las tareas de la casa y para cocinar;
pero al entrar a la cocina sucedió algo que no se esperaba: la mujer estaba
sentada al alcance de su victimaria y a una distancia prudente había sobre el
fogón de la estufa una gran sartén llena de aceite que a Elvira la agitó por
varios motivos: se evitaría, al menos al comienzo del degollamiento, la
profusión de sangre, y con aquella sustancia ardiente lograría inmovilizar, por
el intenso dolor, a aquella miserable y repugnante anciana.
Freírle
la cara en aceite a una mujer de sesenta años despide olores que en una ciudad
no se podrían disimular, en cambio en medio del campo, podría pasar por el
desagradable aroma de algunas pajas secas quemadas o bien por la corteza reseca
y poblada de hongos de un alcornoque. Solo podría vomitarse al oler aquella
peste en el caso de que previamente se supiera de qué se trata, de otro modo
sólo podría pensarse que es otro olor, desagradable por demás, procedente de
alguna cosa natural que se ha echado a perder. Esto pensaba.
Luego
de que le había preguntado aquella señora si creía en Dios; canalizaba con
estos pensamientos su violencia interna desatada, una agresividad a la cual,
sentía que si no le daba salida acabaría carcomiéndole las entrañas. Un cutis
correoso, grasiento y sucio por falta de limpiezas faciales, al entrar en
contacto con el aceite comestible hirviente, produce un chisporroteo familiar
y, en paralelo, una desfiguración marcada por el horripilante gesto de horror
al contemplar el propio castigo desmesurado y un odio que no puede concentrarse
en su objeto por efecto del desconcierto y el intenso dolor.
Jamás
pensó que olería a pollo frito.
—Ahora
vendrá la policía y ustedes van recibir de mi padre una gran recompensa.
Todo
el tiempo les hablaba como si olieran mal, como si fueran unas bestias a las
cuales no conviene acercarse. No les gustó su mención de la policía: despertó
en ellos un miedo cerval, arcaico y muy conocido. De pronto se miraron entre
ellos con la boca abierta y los ojos desenfocados: como si acabaran de darse
cuenta de que los habían estafado.
Estuvieron
así un buen rato mirándose a la cara y observando el cielo sin entender por qué;
hasta que un helicóptero sustituyendo a las aves de rapiña se abrió paso de
modo oblicuo entre los árboles, bajó en medio de la carretera hacia el puerto
de Veracruz como si fueran los dueños de todo y saltaron al suelo cuatro
comandos vestidos de negro con armas largas y corrieron de inmediato hacia el
sector del campo en donde se encontraban; Quique temió por sus huesos, se sintió
frágil y supo que le iban a producir dolor; sin embargo, la única patada la
recibió el Beto y también un culatazo en medio del pecho que por poco no le
parte el esternón. Lo enviaron con ese golpe como a tres metros de distancia.
Le dieron orden de no moverse; Quique se tiró al suelo sin que le dijeran nada.
Elvira, según supieron que se llamaba, gritaba diciendo que no se preocuparan,
que recibirían comunicación de su familia, mientras dos tipos de aquellos ya
estaban subiéndola al helicóptero en medio de la carretera.
Al
llegar la policía, los últimos comandos que quedaban por marcharse, se
acercaron a los oficiales, les entregaron una suerte de tarjeta grande, un
mensaje que venía del mero señor oscuro de la silla de ruedas, intercambiaron
cuatro frases que con el ruido del motor en marcha no pudieron escuchar, y
señalaron con énfasis hacia donde ellos se encontraban.
Beto
estaba enojado: me la hubiera cogido.
Los
mierdas de los polis los miraron como si fueran unos apestados; se pusieron a
hablar por el intercomunicador y así fue que pudieron enterarse de más detalles
de todo lo que acababa de pasar: Elvira era una secuestrada de la banda de Los
Pericos, con quienes nadie iba a meterse.
Cuando
escucharon aquel nombre, la sangre se les enfrió en el cuerpo y les bajó a los
pies: los agarraron y los iban a exponer aquel día ante los medios.
Los
llevaron hasta Papantla, lo cual no resultaba nada halagüeño. ¿Por qué los
alejaban tanto del lugar donde los había levantado? ¿Qué les iban a hacer?
Al
final, el sorprendente resultado, consistió en que les dieron jabón, toalla y
un desodorante usado para que se asearan y les trajeron ropa nueva de una
iglesia evangélica: los iban a sacar en el informativo de las ocho como los
auténticos ciudadanos responsables que no son, que habían apoyado a la damita
para que llegara donde sus seres queridos; Quique tenía miedo de que su
abuelita se muriera del infarto que anda prometiendo hace años.
Esto,
que en principio consistía en una muy buena noticia, los ponía en la picota con
los mismos Pericos, estos cabrones los iban a andar buscando como unos locos
frenéticos para arrancarles la cabeza. A menos que fueran inteligentes y
consiguieran pensar el pensamiento que a ellos les convenía: que realmente fue la
policía quien rescató a la mujer y que, como son unos cobardes, declararon que
fueron ellos quienes encontraron a la mujer y la entregaron a las autoridades.
Beto,
agarrándose el pecho y con el gesto de dolor en la comisura de sus labios y en
las arrugas de sus párpados, dice: eres un imbécil y Quique no quiere darle la
razón; ahora van a tener que volver a casa por sus propios medios, de Papantla
hasta Rinconada son no se sabe cuántos quilómetros. Solo esperan que los
Pericos no se hayan creído a la ligera esta historia porque son bastante malos
y pueden hacerles una visita.
“Nunca
más confío en los ricos esos, ni quinientos pesos nos mandó la muy puta.”
Beto:
“De este verano no pasa, yo no lo vuelvo a pasar mal, me uno al sicariato con
Los Pericos.”
Quique:
“Yo trataré de convencer a mi abuelita que me preste para un celular nuevo.”
Héctor D'Alessandro es escritor y coach. Si quieres tomar sus cursos de escritura creativa, puedes informarte por whatsApp al 2281 78 07 00