El precio de un aborto
Héctor D’Alessandro
Por segunda vez en mi vida me
enfrentaba a un aborto: era 1984 y el país estaba saliendo de una dictadura
atroz, durante la cual mataron a muchísimos de mis vecinos y esta situación: que
la muerte violenta esté presente día y noche en tu vida como una alternativa
posible, producía un estrés continuo y larvado en mi espalda a la que ya en esa
época comenzaba a conducir a diversos terapeutas para que me hicieran
tratamientos y me liberaran de una molestia creciente y constante. De hecho, mi
novia (el amor de mi vida de aquel año) me llevó al local de su terapeuta en
Pocitos: Inge Bayerthal, y allí pude comprobar que las mejores terapias
requieren de una fuerte inversión y de cierta cultura para comprender qué es
exactamente lo que están haciendo contigo, así como también la disposición
anímica y la sensibilidad necesaria para sentirte a ti mismo cada día más y
más: sí, definitivamente, quería irme a otro país, a uno donde el presupuesto
para terapias no ocupara un porcentaje demasiado elevado de mis cuentas
globales; deseaba marcharme del país, incluso más, luego de la sesión con una
alumna, bastante veterana de Inge, que daba la clase (la profesora solo
aparecía hacia el final de la misma y presenciaba los últimos minutos; igual
que una sacerdotisa que viniera a aprobar el modelo seguido del ritual). En aquellos
días, en los que Milán Kundera nos enseñó a todos los cultos de la clase media mundial
que el amor era antes un deseo de dormir con tu pareja que el deseo de tener
sexo, los medios de comunicación discutían sobre el derecho al aborto con
inusual frecuencia y había al menos un programa monográfico en cada cadena
televisiva al mes; las dictaduras sí discuten sobre la posibilidad abierta de
morir o matar; se trata de una de las escasas libertades que te ofrecen.
Me sentía muy responsable de
todos los aspectos programados e imprevisibles de la operación del aborto, que
se concertó con un doctor de apellido Thevenet que era muy famoso en esa época
por practicarlo y por haber publicado un libro preconizando la legalización de
aquel procedimiento médico. Cada vez que veía la cara de mi pareja, a medida
que se acercaba el día de concurrir a la clínica, que se encontraba en Rivera y
Brandzen, se me descomponía el estómago y me daba diarrea. La cabeza se me
ponía dolorida y me daba la sensación de que iba a reventar; me proponía
levantarme temprano por la mañana e invariablemente acababa durmiéndome hasta
las doce del mediodía o las dos de la tarde. Al abrir los ojos, sentía los
párpados pegados, el cutis agrietado y una acidez en la boca del estomago y un
sabor espantoso en la lengua llena de sarro. Me costaba enfrentar el día a día.
Y cada tarde, cuando llegaban las seis, tenía la sensación de victoria, como si
hubiera matado un día mas y ya no había que sufrir en demasía hasta que llegara
la noche y me tumbara de nuevo a dormir. Mi habitación en casa de mis padres se
había convertido en una biblioteca, había eliminado una cama “muy elegante”
según los criterios estéticos de mi madre y la había sustituido por un sofá
cama plegable de color rojo tapizado con una suerte de cuero artificial al cual
llamaban ridículamente con el nombre de “cuerina”; aquel cuero se te pegaba en
la piel si te acostabas desnudo sobre el mismo y si te levantabas de repente te
pegaba un tirón en la piel que realmente dolía. No pasaba largas temporadas en
ese cuarto; como mucho iba tres tardes por semana a leer y a escribir, el resto
del tiempo me lo pasaba en casa de mi pareja o en el centro en alguna cafetería
o bien en la sala de teatro que hubiera alquilado nuestro director y aspirante
a gurú, a quien yo admiraba sinceramente en aquella época, y que me permitía
llegar antes a las clases y a los ensayos y permanecer dentro de su local para
leer, escribir y tomar mate con quien allí se encontrara. Pero en general, si
estaba lloviendo o hacía frío, me iba a la casa de mis padres, arreglaba
aquella habitación y allí me quedaba. No me gustaba mucho la idea de tomar mate
con otras personas y estarse toda la tarde compartiendo las babas bien visibles
que colgaban de la bombilla. De hecho, cuando me preguntaban si me gustaba
tomar mate, me apresuraba a aclarar que sí, que por supuesto, pero no tomarlo
compartido; lo cual era, en aquella época, toda una declaración política,
puesto que los militantes de la izquierda comenzaban a contagiar la mala
costumbre, a toda la población, de llevar el mate a todas partes y tomarlo
dónde sea y con quién fuere; con lo cual, si no compartías este hábito poco
higiénico, pasabas a constituirte en una especie de traidor
contrarrevolucionario, y eso a pesar de que nunca habías declarado ser al menos
un revolucionario.
Mi novia me avisó de su
embarazo de una manera dramática, como casi todo lo que hacía: cuando te
relataba algo que consideraba serio o importante, entrecerraba los ojos, como
si se dispusiera a relatar el mayor de los secretos de estado, y realmente,
ella, si no se hubiera resignado a no conocer sobre qué mimbres se asienta el
poder, hubiera conocido muchos secretos de ese género. Era hija de un asesor
directo de Ronald Reagan, un tipo bastante execrable que se había hecho
millonario con la adquisición del monopolio en el abastecimiento de cubiertos
plásticos a una serie de compañías aéreas de los USA. Los fabricaba en
Finlandia y los vendía en todos los estados de la unión. Mi novia estaba segura
de que como judío y polaco había estado internado en algún campo de
concentración, y basaba este conocimiento, no en el testimonio directo de su
padre, sino en sus propias pesadillas, algunas de la cuales me tiraron a mi de
la cama con un empujón o una patada. En las mismas, de pronto, la estaban
fumigando para que no contagiara piojos u otras plagas realmente letales. Ya
tenía la cabeza rapada, y lloraba copiosamente mientras la conducían a una sala
de torturas de las que no existían en Alemania nazi sino más bien en las
cercanías de nuestras propias viviendas, en lugares conocidos como 400 Charlie
o Punta de Rieles. Unos lugares muy próximos de los cuales mi novia, de clase
muy distinguida como era, había oído hablar, pero no los mencionaba: estos no
salían en las producciones de Hollywood. Allí iban a dar con sus huesos los
hijos de los obreros uruguayos y los mismos obreros la mayor parte de las
veces, además de los intelectuales y otros profesionales que se habían
entregado en algún momento a la lucha armada; y aunque sus gemidos y heridas se
podían percibir en el dolor de sus parientes que deambulaban por las calles,
ahora en algunas incipientes protestas que se realizaban por las principales
avenidas, en las ojeras de sus padres, demacrados de años sufriendo, de
insomnio pensando en el destino de sus hijos, mi novia emergía agitada de su
mundo onírico porque un guapo comandante germánico la despertaba repentinamente
con sus órdenes, con su mirada fija que le atravesaba la temblorosa quijada, el
incipiente lagrimeo de sus ojos inestables, perdidos sin sus lentes de
contacto.
—Mi padre debió estar
internado en algún campo de concentración en Polonia, porque yo no paro de
soñar con eso. Es espantoso, y mi psiquiatra no me dice ni medio de esto, que
está bien mijita, que sí, pero que me tome la medicación.
Su doctora era la famosa
Baquini, psiquiatra asesora de la dictadura, premiada en consecuencia con el
cargo de directora nacional en el área de los llamados estupefacientes; esta
doctora no miraba a los ojos a sus pacientes cuando los trataba y se la pasaba
todo el rato restregándose la nariz con su regordeta mano izquierda con el objeto
de parar el constante goteo que desde aquel órgano discurría, y que hacía
pensar a los descarriados hijos de la clase media que venían a dar con sus
huesos al departamento de inteligencia donde detenían y fichaban a los
fumadores de marihuana que, la Vaquini, como la llamaban, era una adicta a la
coca, cosa que los aliviaba, en su padecer ante el código penal de un modo
ridículo, pusilánime y bastante desorientado, porque realmente la doctora no
sufría nada ni le importaba un carajo el destino de esos desgraciados, víctimas
exprés de la política del mismo Reagan de “combate” a las drogas, del “dile
no”, creado por aquella señora ridícula que acompañaba en bata de cama a su
marido a ver las antiguas películas del oeste en la tele munidos de un gran
vaso de palomitas de maíz: Nancy Reagan.
…Si llegaste hasta aquí… no te
preocupes… muy pronto continuará… mientras... puedes dejarnos tus comentarios
Me interesa mucho es una técnica maravillosa y me gustaría tomarla
ResponderEliminarQuiero saber mas y participar
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